José Miguel Alzate presentará su ponencia «La narrativa caldense: un pasado y un presente» hoy a las 5 p.m. en el Café Cultural del Centro Cultural Rogelio Salmona, como parte de los eventos de cierre de la Feria del Libro de Manizales. El PDF de la ponencia ya está disponible para consulta.
En el último día de la 15ª Feria del Libro de Manizales, José Miguel Alzate presentará su conferencia «La narrativa caldense: un pasado y un presente» en el Café Cultural del tercer piso del Centro Cultural Rogelio Salmona, a las 5 p.m. El PDF de esta ponencia, que explora la evolución de la literatura caldense desde sus inicios hasta el presente, está disponible para los interesados. La charla también será incluida en un libro editado por Pijao Editores, recopilando las intervenciones del Encuentro de Narrativas Regionales celebrado en la Feria del Libro de Ibagué el año pasado.
El Café Cultural del tercer piso del Centro Cultural Rogelio Salmona será el escenario donde José Miguel Alzate ofrecerá su charla sobre la literatura caldense, una reflexión profunda sobre la evolución de la narrativa en esta región desde antes de la creación del departamento de Caldas. La presentación, programada para las 5 p.m., promete ofrecer una visión integral sobre los logros y desafíos de los escritores caldenses a lo largo de la historia.
Alzate, conocido por su contribución al estudio y difusión de la literatura regional, expondrá los temas tratados en su ponencia «La narrativa caldense: un pasado y un presente», la cual también se incluirá en una publicación por Pijao Editores. Este libro recogerá las intervenciones de diversos autores en el Encuentro de Narrativas Regionales celebrado durante la Feria del Libro de Ibagué el año pasado, ofreciendo una mirada retrospectiva y actual sobre el panorama literario regional.
La Feria del Libro de Manizales, que se inauguró el 26 de agosto con un homenaje a La Vorágine de José Eustasio Rivera, ha contado con una variada programación cultural. Entre los eventos destacados se encuentra la exposición «El Misterio Verde», que explora la última etapa de Rivera en Nueva York. La feria ha sido un punto de encuentro importante para los amantes de la literatura y ha celebrado con gran entusiasmo el centenario de la obra maestra de Rivera.
Detalles de fondo: La Feria del Libro Ciudad de Manizales, establecida en 2009 como una colaboración entre el Festival Internacional de Teatro y una feria universitaria, ha evolucionado para convertirse en un evento cultural crucial en la ciudad. Este año, la feria se ha enfocado en conmemorar el centenario de La Vorágine, con actividades que incluyen conciertos, exposiciones y conferencias.
La ponencia de José Miguel Alzate cerrará con broche de oro una feria que ha sido testimonio del vigor literario y cultural de Manizales. Con la conferencia y la publicación de su ponencia, se espera continuar enriqueciendo el panorama literario regional y ofreciendo una plataforma para la reflexión sobre la literatura caldense.
Información adicional:
La exposición «El Misterio Verde», que abre esta noche, estará disponible para el público durante dos meses. Para más detalles sobre la programación oficial de la Feria del Libro de Manizales, visite el sitio web de la feria.
LA NARRATIVA CALDENSE: UN PASADO Y UN PRESENTE
Por JOSE MIGUEL ALZATE
En narrativa Caldas tiene un pasado y un presente. Estos dos tiempos se conjugan en el trabajo literario de escritores que desde antes de la creación del departamento tomaron la palabra como proyecto de vida. Lo hicieron porque encontraron en ella la herramienta para expresar su deslumbramiento ante la belleza del paisaje. A través de una prosa de alto vuelo lírico, en un estilo literario propio de la época, con frases de corte costumbrista, retrataron con ella el ambiente que les tocó vivir en su peregrinar por una selva tortuosa que les dejaba ver una naturaleza en flor, con sus montañas, con sus hondonadas, con sus ríos. Entonces llevaron a sus escritos las angustias y las alegrías de un conglomerado humano que, con un carriel de nutria al hombro, un machete al cinto y un azadón en la mano, se enfrentó a una selva inhóspita para hacer realidad el sueño de acondicionar un espacio donde poder levantar una casa y, así, darle seguridad a la familia.
Caldas es producto de la colonización antioqueña, el movimiento migratorio que se originó en el año 1800 en lo que entonces se llamaba el Cantón de Marinilla, y que hizo posible la fundación, en terrenos que entonces pertenecían al sur de Antioquia, de pueblos que más tarde pasaron a conformar su espacio geográfico, ese que se definió en la Ley 17 del 11 de abril de 1905, sancionada por el general Rafael Reyes, entonces presidente de la República. En consecuencia, se debe clasificar como caldenses a quienes, en esos pueblos, después de la fundación, tomaron la palabra para expresar su emoción ante esos paisajes donde el verde se metía por los ojos, el viento soplaba con furia huracanada batiendo las ramas de los árboles, el agua de los ríos corría serena entre un cauce de piedras grises y la brisa los refrescaba de ese sol que los quemaba cuando inclemente caía sobre sus cuerpos.
En esos pueblos que empezaron a tener vida administrativa desde principios del Siglo XIX, que hoy conforman el norte de departamento de Caldas, se dieron algunas manifestaciones literarias. Sin embargo, Manizales fue el centro donde gravitaron las preocupaciones intelectuales de un puñado de hombres que se preocuparon por contar el proceso de poblamiento y, además, por dejar un testimonio escrito de cómo se fue logrando el desarrollo tanto económico como urbanístico. La ciudad que fue fundada el 12 de octubre de 1849, cincuenta y seis años antes de crearse el departamento, acogió a un grupo de hombres visionarios que sembrando café hicieron posible su desarrollo económico, y usando la palabra abrieron un camino para que nuevas generaciones expresaran sus preocupaciones existenciales.
Con la Expedición de los Veinte, un grupo de ciudadanos que partió del municipio de Neira para fundar a Manizales, se dio inicio a un proceso que se consolidó con la construcción de las primeras casas de vara en tierra. Con su consolidación se empezaron a dar las primeras manifestaciones intelectuales. Se formaron entonces grupos de personas con inquietud mental que debatían sobre lo que sucedía en el país en el aspecto económico, político y social. En esos grupos surgieron los primeros hombres de palabra, gente que expresaba su visión sobre la sociedad que estaban construyendo y, de paso, su pensamiento sobre los movimientos literarios en boga en un país que no hacía cincuenta años había alcanzado su independencia.
En esos primeros intentos por alcanzar la difusión del pensamiento, la presencia de mujeres fue escasa. En las investigaciones sobre la literatura de esos primeros años no aparece nadie de este género que haya tomado la palabra para expresar sus preocupaciones y su visión de esa sociedad que empezaba a manifestarse en pequeños periódicos. En Manizales esas primeras inquietudes literarias se dieron en los años 1880 – 1885. Treinta y seis años después de haber sido fundada la ciudad, se organizó el Centro Iberoamericano, una asociación donde se reunían prestantes figuras de la época para hablar de literatura, de arte, de política y de economía. Su misión era incentivar la actividad intelectual, la inquietud mental, el amor por el arte. El periódico La Primavera, que se editó por vez primera en junio de 1886, recogió en sus páginas sus inquietudes literarias.
En ese primer medio de comunicación que se fundó en Manizales escribieron Silverio Antonio Arango, José Ignacio Villegas y José María Restrepo Maya, descendientes de esos hombres que con sus manos ayudaron a abrir las trochas de la colonización. De estos, solamente José Ignacio Villegas incursionó en la narrativa: publicó, por entregas, en la Revista Nueva, fundada en 1904, que era dirigida por Aquilino Villegas, dos obras: Para Cerro Bravo y Duelo en la selva. Fue uno de los primeros narradores que se dio a conocer en esta región. Sobre su estilo escribió Juan Bautista Jaramillo Meza: “En sus descripciones, en sus relatos y en la sencillez de la prosa que se desenvuelve con facilidad, deja ver con claridad al buen lector de los clásicos, que supo asimilar, no imitar, las condiciones o características de la mejor prosa castellana de todos los tiempos”.
Durante los primeros años del siglo XX, por allá hacia 1910, Manizales se convierte en un centro de agitada actividad intelectual. Por esa época nace la llamada Generación Centenarista, que publicó la Revista Nueva, donde también escribieron Samuel Velásquez y Victoriano Vélez, reconocidos como novelistas. El primero publicó, en 1898, la novela Al pie del Ruiz, una obra donde describe la Manizales de su tiempo, teniendo como tema la guerra de 1876. Y el segundo Del socavón al trapiche, una novela que tiene como protagonistas a mineros y campesinos. Aunque Samuel Velásquez nació en Santa Barbara, Antioquia, se le considera caldense porque gran parte de su vida la vivió en Manizales. Una novela suya, titulada Madre, obtuvo en 1897 el primer puesto en un concurso literario de Medellín. La obra tuvo éxito en España. Tanto, que recibe elogios de Juan Valera y de Marcelino Menéndez y Pelayo. El propio Velásquez asumió como director de la película que sobre el libro se filmó en Manizales. Adriana Villegas Botero dice que Madre es “una novela rica en descripciones y diálogos que resalta el habla local y cotidiana. La novela ocurre en una fonda caminera entre Manizales y Medellín, en donde vive Eugenia, una madre cabeza de hogar”.
Victoriano Vélez nació en Manizales el 6 de marzo de 1871. Para la época en que se funda el primer círculo literario de la ciudad, el Centro Iberoamericano, apenas contaba con catorce años de edad. Pero para el año 1910 ya contaba con treinta y nueve años. Por lo tanto, su presencia se siente en el movimiento literario que desde ese año tuvo figuración en Manizales. En 1926 publica su primer libro, De mis breñas, una selección de cuentos donde campea un lenguaje claro y se presiente esa influencia de los escritores costumbristas antioqueños Efe Gómez y Tomás Carrasquilla. Sobre este libro escribió Enrique Otero D´costa: “En estas páginas selectas el lector escucha la palpitación de los socavones ante la dentellada de los picos, el resonar de los barbechos bajo el filo del azadón, el alegre hormiguear de las ventas del camino al sol de la tarde dominguera”. Del socavón al trapiche es un relato sobre leyendas de minería, sobre encuentro de tesoros ocultos bajo la tierra, sobre amores de la gente campesina, sobre peleas en las fondas camineras, sobre conversaciones al son de una guitarra.
Estos son los tres narradores más importantes en los inicios de la vida político-administrativa de Caldas. Son escritores que se interesan por narrar las cosas de la región, resaltando en una prosa alegre las costumbres de una ciudad que apenas está despegando en su desarrollo urbanístico y arquitectónico. Son los primeros referentes de esa vocación culta que pondría a Manizales a brillar en el panorama literario de Colombia por ser cuna de hombres de pensamiento. Sin embargo, hay que reconocer que estos nombres no le dicen nada a la gente de hoy. Su obra está olvidada porque no tiene lectores. Solo quienes se interesan por descubrir el pasado literario del departamento saben de ellos.
Once años antes de que finalice el Siglo XIX nace en Manizales el primer narrador que le daría a la literatura caldense presencia nacional: Rafael Arango Villegas. Es, de esa generación, el autor que posiciona un libro suyo como un referente de la narrativa caldense. Arango Villegas nació el 26 de diciembre de 1889. Antes de revelarse como escritor costumbrista, publicó artículos donde se advertía un extraordinario sentido del humor. Tenía facilidad para escribir comentarios ingeniosos, donde el chiste brotaba espontáneo, fresco, oportuno. Juan Bautista Jaramillo Meza consignó en el libro Escritores de Caldas que Arango Villegas divagó en torno a hombres y cosas, lugares y espacios, hechos y personajes que se movían en la política y en la vida social de la ciudad.
Rafael Arango Villegas “analizaba magistralmente en sus crónicas la índole y las costumbres típicas de los campesinos”, escribió Jaramillo Meza. Esta capacidad lo fue proyectando hacia el manejo de una narrativa donde condensaba lo tradicional con el gracejo mordaz, como burlándose de ciertas cosas. Interpretó con lujo la picaresca local, y en su pluma los chispazos humorísticos tenían una dimensión mayor. Su nombre sigue siendo un referente de la literatura caldense. Su principal libro, Asistencia y camas, una obra donde fluye un humor limpio, bien dosificado, manejado con alegría, es de los libros escritos por caldenses más vendidos en su tiempo.
¿Por qué razón trascendió como escritor Rafael Arango Villegas? Yo diría que por el fino humor que campea en sus libros. Y, además, por retratar las costumbres de una sociedad formada en principios cristianos, que ha tenido en su clase campesina un espejo donde mirarse. El autor de Asistencia y camas hace gala de un lenguaje salpicado de ingenio, donde sobresalen los giros propios de la cultura paisa, manejados con una exquisita ironía. Sus personajes, como lo anotó en su momento Eduardo Caballero Calderón, “tienen tanta verdad expresiva como los que se encuentran en las calles de los pueblos”. Parecen sacados de la entraña misma del pueblo, con sus virtudes y sus defectos, con sus alegrías y sus desgracias.
El creador de esa mujer impetuosa llamada Petronila Sánchez, que administra una sencilla pensión donde se hospedan arrieros y vendedores de baratijas, alcanza en Asistencia y camas momentos de elevada gracia anecdótica. Como aquel cuando las hijas le piden que las retire de la escuela donde estudian porque allí las llaman hijas de una rellenera. Ellas aspiran a tener un mejor estatus. Y convencen a la madre para que cambie de actividad. Buscan así entrar en un nuevo círculo social. En la obra las expresiones populares de la cultura paisa alcanzan el cometido de enseñarle al lector la autenticidad de una raza. Rafael Arango Villegas fue el más alto exponente en Caldas de esa escuela literaria llamada costumbrismo. Puede decirse que fue para la cultura caldense lo que para Antioquia Tomás Carrasquilla. No solo porque manejó un lenguaje popular, extraído del habla propia de la región antioqueña, sino porque sus personajes son la expresión de una raza que encontró en el trabajo honrado la forma de superar la pobreza.
Con su obra Rafael Arango Villegas alcanzó renombre como escritor. Tanto, que Baldomero Sanín Cano y el mismo Tomás Carrasquilla hicieron altos elogios de su calidad literaria. Con Bernardo Arias Trujillo, le dio a Caldas figuración. Es decir, sus libros tuvieron acogida. El autor de Cómo contaba la historia sagrada el maestro Feliciano Ríos murió en Manizales el 22 de junio de 1952. La prensa nacional registró su deceso expresando el vacío que dejaba en las letras colombianas. Otto Morales Benítez dijo que tenía una vena literaria que le permitía “administrar el fabular con una soltura impresionante”. Arango Villegas interpretó la idiosincrasia del paisa. Tanto que los estudiosos de su obra se detienen en sus aportes al conocimiento del habla popular en los riscos antioqueño-caldenses. En el libro Este soy yo, tal cual, José Jaramillo Mejía abre las puertas para que los caldenses valoremos la gracia del escritor que “pasó haciendo cosquillas a domicilio a toda una generación de colombianos que sonrió al influjo de su humorismo”.
Después del año 1910 la narrativa caldense tiene poca presencia en el contexto nacional. Solo un narrador, Rómulo Cuesta, que nace en Marmato en 1867, se da a conocer. Escribió la novela Tomás, una obra donde se habla sobre el Carnaval de Riosucio, la minería de Marmato y la Batalla de Los Chancos en la guerra de 1876. Publicada en 1923 por la Editorial Cromos, de Bogotá, ha alcanzado en estos cien años de haber visto la luz pública tres reediciones. En 1982 se incluyó en una colección popular hecha en la Biblioteca de Autores Caldenses, en el año 2000 se hizo otra edición a cargo de Alvaro Gartner Posada y hubo una tercera hecha por la Universidad Industrial de Santander en el 2010. Ha sido una novela estudiada. Se conocen ensayos sobre su argumento de Otto Morales Benítez, de José Chalarca y de Alvaro Pineda Botero.
En un ensayo publicado en el suplemento Las Artes, de El Diario, de Pereira, Jáiber Ladino Guapacha dice que para la crítica literaria Tomás pierde la oportunidad de convertirse en una gran novela, que la ubicara a la altura de las publicadas en su tiempo. El analista dice que esto ocurre porque “el autor olvida la esfericidad y credibilidad de los personajes, obnubilado por no dejar escapar la oportunidad de hacer etnografía e historia”, que según su criterio “le merman las posibilidades de sostener el interés por la historia de amor entre Rosario y Tomás, argumento presentado en las primeras páginas”. La importancia de Tomás en la narrativa colombiana “se encuentra en la oportunidad de encontrar un testimonio de primera mano y rico en detalles, sobre intereses que escapan a las demandas estilísticas”, señala el autor del ensayo.
La novela se inicia con la narración de cómo Tomás conoce a Rosario. Se abre con lo que le dice el personaje central a una tía: “En el nombre del cielo, asegúreme siquiera que no es imposible que Rosario me ame”. Y sigue con estas palabras de ella: “Vosotros los hombres sois unos locos: veis una mujer y eso os basta para amar y querer ser amados”. Rómulo Cuesta muestra en esta novela su preocupación por revelar las injusticias que los patronos cometen contra los mineros y el deseo de narrar una historia parecida a la de María, de Jorge Isaacs, donde prevalece el romanticismo. Tema este que también llevó a su obra literaria otro escritor que para entonces era caldense, Eduardo Arias Suárez, con su novela Rosalba, otra obra literaria que alcanzó a posicionarse en el ámbito nacional.
Aunque Tomás es una novela donde predomina el diálogo antes que la narrativa, tiene momentos de belleza literaria en el uso de la prosopografía porque la descripción de los atributos físicos de los personajes es acertada. Pasa lo mismo en el campo de la etopeya. Los rasgos físicos y morales muestran tanto a Tomás como a Rosario como seres humanos con fuertes convicciones religiosas, respetuosos de los demás y, sobre todo, con principios inquebrantables. Veamos la descripción que el narrador hace de Rosario: “Su flexible y recto talle, su seno túrgido, sus ojos negros y rasgados que hermoseaban crespas pestañas, su cabello oscuro, peinado de copete, que hacía más oscura aún su blanca y tersa frente”. Esta es una bella descripción poética de la mujer. Tomás es una novela que merece revaluarse.
Hablemos ahora del escritor que, para la década del treinta, puso a sonar el nombre de Caldas en el panorama nacional. Este autor nacido en el municipio de Manzanares el 19 de noviembre de 1903 empuña la pluma para escribir una novela que se posiciona como un referente literario de Caldas. Se llama Bernardo Arias Trujillo, un escritor que muere a la edad de 35 años víctima de una sobredosis de barbitúricos. Publicó en 1935 la novela Risaralda, obra que incrustaría su nombre en los anales de la literatura colombiana. Mientras un grupo de políticos caldenses nacidos entre los años 1902 y 1910, que con su palabra iluminaron el Congreso de la República, se dedicaron a escribir ensayos con brillo literario, Bernardo Arias Trujillo se dedicó a la literatura para ganarse un nombre entre los grandes escritores de ese momento.
Risaralda es la novela más importante escrita en Caldas. Tiene como espacio geográfico la población de Sopinga. La historia transcurre en la hacienda Portobelo. Pacha Durán, Francisco Jaramillo Ochoa, Juan Manuel Vallejo y Carmelita Durán, conocida como La Canchelo, son los personajes principales de la obra. Juan Manuel Vallejo es un aventurero «echao pa’ lante» que huyendo de un castigo de su padre se dedica a recorrer el país hasta que, deseoso de regresar a su tierra, llega a Sopinga en busca de trabajo. Pacha Durán es una negra portentosa que establece en Sopinga una fonda donde los negros rumbean cada semana. Carmelita Durán, de otro lado, es la hija de Pacha Durán que todos los negros quieren enamorar. Es una mujer hermosa. La mamá quiere que se fije en un blanco. Francisco Jaramillo Ochoa es el gran patriarca que llega de Manizales para someter a los negros en su tarea de colonización. A través de estos personajes Bernardo Arias Trujillo narra la historia de un pueblo que es fruto de la colonización.
Lo primero que el lector encuentra en Risaralda es la incorporación del paisaje como creación literaria. Con gran exuberancia verbal, Arias Trujillo pinta con la paleta de las palabras ese elemento natural que circunda al poblado. Sopinga es un valle bucólico arrullado por las aguas del río Cauca. Pero el espacio geográfico de la novela se extiende más allá de sus contornos para ofrecer una postal de un paisaje que en la prosa de Arias Trujillo adquiere tonalidades artísticas. Las descripciones que el escritor hace de su vegetación son pinceladas bien logradas de una naturaleza exuberante. Tal parece que el autor se emociona ante el espectáculo que le brinda una región rica en recursos naturales, donde la mañana despliega «sus plumas de colores en arcos luminosos». Arboles frondosos, verdes praderas, colinas lejanas, pájaros que cantan en la mañana, montañas que se divisan en lontananza, aguas que corren silenciosas por las quebradas, vientos que soplan en las tardes soleadas son todos elementos naturales que le dan a la novela una alucinada visión poética.
Cuatro son los personajes que trascienden en Risaralda: Pacha Durán, Francisco Jaramillo Ochoa, Juan Manuel Vallejo y Carmelita Durán. Ellos son la columna vertebral de la novela. A su alrededor giran todas las historias que el escritor narra. Con el ánimo de casar a su hija con un blanco, Pacha Duran la mantiene alejada de las actividades de su negocio. Francisco Jaramillo Ochoa es el fundador del pueblo. Juan Manuel Vallejo es un vaquero pretensioso que deja en cada pueblo una mujer enamorada. Carmelita Durán, de otro lado, es la hija de Pacha Durán que todos los negros quieren enamorar. Es una mujer hermosa que termina prendada de Juan Manuel Vallejo. En una tarde de pasión, este la deja embarazada. A través de estos personajes se narra la vida de un pueblo que termina arrasado por un vendaval que se desata en una tarde de invierno.
Risaralda es un canto emocionado a la raza. Las costumbres que identifican a los pueblos de estirpe antioqueña tienen en esta novela una expresión artística. El hombre valiente que desafía a quien «le pisa el poncho», el cuatrero que hace de su vida una verdadera leyenda, el juego de dados sobre una ruana extendida en cualquier manga, el tiple que desgrana tonadas campesinas en una noche llena de luceros, el aguardiente que se prepara en rústicos alambiques son elementos que muestran la autenticidad de una raza. Bernardo Arias Trujillo construyó su novela con los temas de su tierra. Nada falta aquí que identifique a una raza emprendedora que derrumbó montañas para levantar pueblos. La fundación de Sopinga por Francisco Jaramillo Ochoa es aquí una evocación auténtica de ese carácter emprendedor que caracteriza a la raza antioqueña. Las églogas inspiradas que el autor escribe sobre el bambuco, la guitarra, la ruana, el aguardiente, el machete y el poncho son la descripción perfecta de lo que simbolizan esos elementos que identifican a los arrieros de la Antioquia grande.
La capacidad imaginativa de Arias Trujillo se advierte en el argumento de Risaralda. No obstante que los primeros capítulos no contienen mucha creación en este sentido, es más cierto todavía que en sus capítulos finales aparece la garra de un novelista maduro que juega con el argumento. La forma cómo el escritor narra el desespero de Juan Manuel Vallejo por conocer a La Canchelo, el enfrentamiento con Víctor Malo, su muerte atrapado por un árbol enseñan a un autor que maneja bien el suspenso. Desde páginas anteriores el lector se imagina que los hechos posteriormente narrados van a suceder. El escritor lo va conduciendo paso a paso por los antecedentes. Es lo que sucede cuando comienza a narrar la empresa que acomete el comisario Pedro Juan Ramírez para lograr la captura de Víctor Malo. La gran ironía de la novela es que este es asesinado por el bandolero sin poder defenderse. Lo que sí parece inusitado es el diluvio que arrasa a Sopinga.
En los años cuarenta sobresale en Caldas una nueva generación de hombres que rinden culto a la palabra. Se expresa en las páginas del diario La Mañana, fundado por Ramón Marín Vargas. En esta lista están autores que alcanzan su consagración literaria, como Adel López Gómez, Ovidio Rincón Peláez, Otto Morales Benítez y José Hurtado García. Los únicos narradores son José Hurtado García y Adel López Gómez. Este último es un cuentista nacido en Armenia, que por su fina prosa ejerció influencia literaria en muchos autores caldenses, que alcanzó proyección nacional por la calidad literaria de su trabajo. Nacido el 17 de octubre de 1900, su primer cuento, “Vivan los novios”, lo publicó la revista Sábado, de Medellín, el 18 de febrero de 1922.
Adel López Gómez se consagra como uno de los maestros del cuento con la publicación, en 1927, del libro Por los caminos de la tierra, título que es refrendado posteriormente con sus obras El niño que vivió su vida, Cuentos del lugar y la manigua, El diablo anda por la aldea, El retrato de Monseñor, Asesinato a la madrugada y Allá en el golfo. Fue un escritor que, en su columna de La Patria, que sostuvo durante más de cuarenta años, habló con generosidad de los autores caldenses. El libro ABC de la literatura del Gran Caldas, publicado por la Universidad del Quindío, es una muestra de su compromiso con los autores regionales. Los nombres de nuestros creadores de belleza se pasean por sus páginas, analizados por un escritor que descubrió sus valores estéticos.
Adel López Gómez fue el más importante cuentista oriundo de esta región que hasta1966, cuando se produjo la segregación, primero del Quindío y, luego, de Risaralda, formaba una sola entidad territorial. Un escritor de prosa alegre que nutrió su obra cuentística con personajes sacados de la entraña misma del pueblo, dándole identidad a la región. Un autor que puede encasillarse en la escuela de los llamados clásicos maiceros por los retablos costumbristas que caracterizan su producción literaria. Un humanista que abrevó en las fuentes clásicas para darle soltura a su pluma, que fue amigo personal con Tomás Carrasquilla, que nos dejó a los caldenses una obra que Alvaro Pineda Botero califica en su libro Juicios de residencia como buen ejemplo de realismo antioqueño.
Los libros escritos por Adel López Gómez tienen todos características literarias que los convierten en excelentes textos narrativos. Eso que James Joyce, el autor de Ulises, llamó nudo, desarrollo y desenlace lo manejó con maestría este escritor que llegó a los ochenta y nueve años escribiendo con la alegría de un muchacho de veinte. De su maestro Maupassant aprendió la técnica para escribir un buen cuento. Por esta razón sus narraciones cortas tienen siempre un acabado perfecto. No fue un escritor de esos que requieren cantidad de páginas para escribir un cuento de fina arquitectura idiomática. En una sola cuartilla podía sintetizar la angustia de un personaje, pincelar con mano maestra su rostro, detallar cómo era su vestimenta o su manera de hablar. Nadie como él reflejó en su trabajo literario nuestros valores, nuestra idiosincrasia, nuestra personal forma de ser. Con sus cuentos de excelente factura, que publicaba en El Espectador, nos dio identidad.
De este grupo de escritores también hacen parte José Vélez Sáenz, Samuel Jaramillo Giraldo, José Naranjo e Iván Cocherín. Jaramillo Giraldo es autor de la novela Morrogacho, publicada en México en 1963. José Vélez Sáenz, por su parte, publica la novela Las llaves falsas, un relato en primera persona donde el narrador cuenta sus experiencias con la marihuana. José Naranjo, que explora una temática de hondo contenido social, publicó dos novelas: Entre la ciudad y el campo, y La tinta y la sangre. Iván Cocherín, por su parte, publica las novelas Derrumbes, Nadie, Túnel, Esclavos de la tierra, El sudor suda negro, Carapintada, Barbacoas y Al chinchorro le han caído estrellas. Su obra literaria se centra en la angustia del minero, en la soledad del campesino, en la incomprensión del obrero, en la miseria de desempleado. Excelente en el manejo de las metáforas, forjó una obra literaria de ricos matices sociales. Fue, en esencia, el novelista del proletariado.
Por estos años se revela otro novelista caldense: Jaime Ibáñez, que nace en Manizales en 1909. Este escritor publica en 1944 Cada voz lleva su angustia, una novela donde narra el drama del campesino que ve impotente cómo su tierra sufre los rigores de la erosión, con toda su secuela de miseria, de angustias y de esperanzas frustradas. En el ensayo Estado actual de la novela en Colombia, Néstor Madrid Malodice que en esta novela de Jaime Ibáñez se descubre “un novelista de muy especiales condiciones”. Señala en este texto que “a medida que bajo el arado solo van apareciendo resecos terrones, al hombre no le toca otra cosa que emigrar hacia más propicias zonas”. Cada voz lleva su angustia fue llevada, con éxito, al cine. Jaime Ibáñez se formó como escritor leyendo a Katherine Mansfiel, a Aldous Huxley y a Virginia Woolf. Otros libros suyos son: No volverá la aurora (1943), y Donde moran los sueños (1947).
En este ensayo sobre el pasado y el presente de la narrativa en Caldas hay que señalar que hubo una década en la que los escritores de narrativa fueron pocos: la del cincuenta. Si bien en estos años surgieron nuevos nombres en las letras de Caldas, todos se encaminaron por escribir poesía y prosa. Surgieron buenos ensayistas y, desde luego, excelentes poetas. Escritores que se alejan un poco del uso continuo de la metáfora, utilizando un lenguaje más llano, conservando su devoción por la estética. Se internaron en la lectura de Federico Nieztche y Miguel de Montaigne con la misma pasión con que lo hicieron con Marcel Proust o con Federico Hölderlin. De esta década es un gran poeta: Daniel Echeverri Jaramillo, que dejó un poema excelso: Elegia a la muerte de una abeja.
La década del sesenta fue más prolífica en narradores. Esta generación se formalizó alrededor de la revista Siglo veinte. A este grupo pertenecen Jaime Echeverri, José Chalarca, Antonio Mejía Gutiérrez y Néstor Gustavo Díaz, cuatro autores que dedicaron sus energías a la palabra, dejando una obra que enseña sus preocupaciones existenciales y su búsqueda constante de un nuevo lenguaje. De este grupo sobreviven Jaime Echeverri y Néstor Gustavo Diaz. El primero ha publicado libros como Historias reales de la vida falsa (1979), Las vueltas del baile (1992), Reina de picas (1992), Corte final (2002) y Versiones, perversiones y otras inversiones (2009). En el 2019 Intermedio Editores publicó su novela Prohibo decir mi nombre, un monólogo extenso donde se desnuda el alma de un presidente eterno. Narra la vida de un hombre que lleva cuarenta años en el poder.
El personaje de Prohibo decir mi nombre es un hombre sin escrúpulos, sin ataduras morales ni remordimientos de conciencia, que recurre a métodos condenables para acallar a sus adversarios. Dice que llegó al poder porque tuvo el respaldo económico del gran capo de su país, y porque los paramilitares coaccionaron con las armas a los electores. Tanto, que reconoce que al principio no registraba bien en las encuestas sobre intención de voto de los ciudadanos. “Nadie daba un peso por mi cuando me lancé a la presidencia”, dice. A renglón seguido anota: “Las bandas delincuenciales hicieron lo que tenían que hacer. Y me pusieron aquí”. Luego dice que firmó con ellos un acuerdo para que retornaran a la legalidad.
En esta novela Jaime Echeverri juega de manera acertada con el manejo del tiempo cronológico. Se advierte en la forma como el personaje central, un presidente de la República que llegó el poder cuando contaba con cincuenta años de edad, asume el relato sobre su vida. La narración la empieza en el momento en que se da cuenta de que está recluido en una pieza. Asombrado, se pregunta en dónde está. Entonces entiende que no está en el cuarto de un hotel. Piensa que puede estar en una cárcel. Lo hace porque reconoce que sus enemigos políticos quisieron llevarlo allí, pero no lo lograron. Piensa, incluso, que fue víctima de un golpe de Estado.
El presidente que retrata Jaime Echeverri tiene similitudes con Rafael Leonídas Trujillo, el dictador que Mario Vargas Llosa inmortaliza en La Fiesta del Chivo. Con la diferencia, claro está, de que aquel no es un militar. Trujillo viola a una mujer cuando ella tenía catorce años. Se llama Urania Cabral. Era la hija del senador Agustín Cabral, un incondicional suyo. El papá se la entregó para pagarle favores. En Prohibo decir mi nombre, el mismo día en que el presidente contrae matrimonio viola a una mujer en la pesebrera de la finca donde se realiza la boda. Lo hizo para cobrarle el desprecio de que fue objeto cuando, siendo estudiante, ella se burló de él. En sus páginas bulle una historia que oscila entre la ficción y la realidad. Lo que sorprende al lector es la memoria del mandatario. Recuerda cada hecho de su vida con una precisión matemática.
Hablo aquí de las nuevas generaciones de escritores caldenses. Es decir, llegamos a la década del setenta, con todas las novedades que en el arte de narrar quieren asumir los nuevos exponentes de nuestras letras, identificados casi todos por la temática de carácter social, influenciados por los ritmos musicales del momento y preocupados por asimilar las corrientes estilísticas que llegan de Europa. Es esta la década en que aquellos autores nacidos en la década del cincuenta o un poco antes, se deciden a publicar sus libros. Son escritores que tienen disciplina intelectual, talento creativo y capacidad imaginativa. Varios de ellos obtienen Premios Nacionales de literatura, algo que sus antecesores no alcanzaron. Esos premios les fueron entregados a escritores con calidad en el trabajo literario. Mencionémoslos.
Adalberto Agudelo Duque obtuvo en 1994 el Premio Nacional de Cuento convocado por Colcultura con su libro Variaciones. En 1998 este premio lo obtuvo el médico Octavio Escobar Giraldo con De música ligera. Y otro discípulo de Hipócrates, Orlando Mejía Rivera, obtuvo en 1999 el Premio Nacional de Novela convocado por el mismo ministerio, con Pensamientos de guerra. El mismo Adalberto Agudelo Duque ganó en 1998 la Sexta Bienal de Novela convocada por la Fundación Tierra de Promisión de Neiva con De rumba corrida, en el 2017 el Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira con Abajo, en la 31 y enel2009 el Premio de Novela Ciudad de Bogotá con Pelota de trapo.
Adalberto Agudelo Duque no es un autor de esos que durante la semana trabajan y solo los sábados y domingos se dedican a pergeñar paginas donde van dejando su impresión sobre las desigualdades sociales o sobre la ciudad donde hacen realidad sus sueños. Inició su carrera literaria con la publicación, a los veinticuatro años de edad, de Suicidio por reflexión, una novela escrita en primera persona, donde narra la historia de Oscar Olivares, un hombre consciente de la realidad que lo circunda, que según Albeiro Valencia Llano “rompe paradigmas porque es fatalista y existencialista”. La novela es publicada el mismo año en que aparece Cien años de soledad, de García Márquez. Cronológicamente, su aparición coincide con otros dos hechos que marcaron a Manizales: nueve meses antes de su publicación, los caldenses ven asombrados cómo su territorio se desintegra al quitársele un pedazo para crear el departamento del Quindío, y seis meses después otro para crear el de Risaralda.
Llama la atención en Adalberto Agudelo Duque su insistencia en hacer de Manizales esa Comala que inspiró las ficciones de Juan Rulfo. Es, sin duda alguna, el autor que más ha trabajado temas de su ciudad. En Suicidio por reflexión, su primera novela, aparece la capital caldense como escenario de vida. Oscar Olivares, el personaje central, simboliza en su apellido el nombre de una quebrada que cruza con sus aguas turbias un sector deprimido. Pero el telón de fondo es Manizales. El paisaje urbano, con todos sus matices, aparece en las páginas de esta obra que enseña la miseria de esas gentes que habitan en los extramuros. Ningún tema le ha sido ajeno a Adalberto Agudelo Duque para retratar con su prosa de finos destellos artísticos su ciudad. La forma cómo Fermín López arribó hasta un paraje del Cerro de San Cancio en la época de la colonización le sirve al autor para escribir un cuento bellísimo, donde recrea el pasado histórico de Manizales.
La narrativa de Adalberto Agudelo Duque se caracteriza por la búsqueda constante de la perfección literaria. Ello debido a que el escritor explora mucho en la innovación con el lenguaje y en técnicas narrativas como el palimpesto, la intertextualidad y los hexágonos. De rumba Corrida es una novela excelentemente escrita, donde el autor permite el flujo de la conciencia. Abajo, en la 31, es una obra donde demuestra su preocupación por pintar con su prosa de fino cromatismo la ciudad de Manizales. Pelota de trapo es una novela escrita en monólogos afortunados, donde recrea el proceso de construcción de la carretera a Letras. En estos libros no solo está implícita su preocupación por la ciudad, sino su deseo de innovar en la manera de narrar. Adalberto Agudelo Duque es un escritor moderno, que en cada obra quiere mostrar su excelencia verbal, la decantación del lenguaje y su perfección técnica.
En De rumba corrida está reflejada la tarea creadora de un escritor profesional, de un esteta de la palabra, de un hábil contador de historias. No otra cosa puede decirse de un autor que maneja con tanta maestría el monólogo Joyceano. En esta novela los personajes permiten que el lector se interne en su propia conciencia porque transmiten en su lenguaje su propia interioridad, su propia angustia existencial, su propio pensamiento. El escritor permite el flujo de la conciencia, liberando a los personajes de su carga de emociones. Además, es una obra de alto vuelo literario, escrita con un lirismo sorprendente, donde predomina la cadencia de la frase y la musicalidad de la oración. Con un erotismo manejado en forma artística, Agudelo Duque rinde en esta novela un tributo a la música romántica al intercalar dentro del texto narrado frases enteras de canciones populares.
Las propuestas técnicas que hace Adalberto Agudelo Duque en De rumba Corrida son importantes. No se puede pensar que porque Julio Cortázar haya casi agotado la experimentación en técnicas narrativas los escritores nuevos no puedan hacer innovaciones en este sentido. De rumba corrida es novedosa no solo en cuanto a la técnica literaria se refiere, sino también en la diagramación. Las dos columnas monologadas al principio del texto, donde se expresan los dos personajes principales, permiten al lector hacer una comparación sobre el contenido de los monólogos, encontrando sus parecidos lingüísticos. De la misma manera, en el capítulo séptimo, se encuentra con las voces de los narradores que cuentan parte de su propia vida en un lenguaje bien elaborado.
Eduardo García Aguilar es otro de los escritores de mostrar que tiene Caldas. Aunque hace muchos años se fue de Colombia, lleva tatuados en el alma los recuerdos del espacio de su infancia. Inicialmente viajó a México, donde tuvo la oportunidad de conocer a los grandes cultores de la palabra de ese país. También logró acercarse a dos figuras relevantes de la literatura colombiana que escogieron a México para consolidar su obra literaria: Gabriel García Márquez y Alvaro Mutis. Luego se estableció en Paris, donde por muchos años ha ejercido como periodista al servicio de la agencia France Press. Tres novelas testimonian su preocupación por Manizales: El Bulevar de los héroes, Tierra de leones y El viaje triunfal.
Publicada inicialmente en México, en Tierra de leones se descubre el talento narrativo de un novelista que evoca a Manizales con una prosa de exquisita factura, en un ritmo narrativo sostenido. Desde la primera línea, el lector se encuentra con una evocación nostálgica de la capital caldense. El lector sabe que el narrador está hablando de Manizales porque identifica los espacios donde transcurren las escenas. Aparece allí, en primera instancia, el Palacio de Bellas Artes, una de sus construcciones clásicas. Luego el mismo narrador omnisciente nos habla sobre el viejo Teatro Olimpia, sobre la Estación del ferrocarril, sobre la imponencia de la Catedral, sobre el edificio de la Gobernación, sobre el Parque de los Fundadores, en una bella evocación de su arquitectura republicana.
El hilo argumental de Tierra de leones está centrado en el regreso a su ciudad, después de varios años de ausencia, de Leonardo Quijano. Eduardo García Aguilar nos va develando su angustia existencial, sus momentos de lucidez intelectual, sus preocupaciones artísticas. El hilo conductor de la novela va llevando al lector por los caminos que en vida anduvo el personaje. Y nos lo muestra cuando al regresar a la ciudad de sus ancestros es nombrado secretario de Bellas Artes por el gobernador Cleofás Rebolledo. Desde esta posición, Leonardo Quijano aspira a rescatar el buen nombre de la ciudad en el campo cultural, su pasado glorioso, su tradición literaria, promoviendo actos culturales. Quijano es un ser humano que lleva a cuestas su fardo de nostalgias, sus sueños sin realizar, sus ilusiones truncadas.
Esta novela de Eduardo García Aguilar toma a la ciudad de Manizales como tema central. Su historia, su vida cultural, sus personajes, su arquitectura, su geografía quebrada aparecen aquí como complemento afortunado de su paisaje. El novelista nos relata, en una prosa de grandes connotaciones artísticas, cómo fue el incendio de 1926 que prácticamente destruyó la ciudad, cómo se inició la construcción de la Catedral, de qué forma se celebró el centenario. Nos cuenta con fuerza narrativa cómo fue el terremoto que destruyó una de las torres laterales de la Catedral, cómo era la actividad política en los años sesenta, cuál era su movimiento cultural. Nos habla, igualmente, sobre el Festival de Teatro, sobre la construcción del aeropuerto La Nubia, sobre la desaparición del Cable Aéreo.
Las descripciones físicas de los personajes son afortunadas. Miremos este ejemplo: “Tenía los dedos y los dientes amarillos por la nicotina, las manos temblorosas, los ojos cubiertos por adiposidades opacas, el rostro inseguro, desencajado y su dicción gangosa, imposible, casi onomatopéyica”. La forma cómo el escritor nos va enseñando ese estado de degradación humana en que va cayendo Leonardo Quijano, víctima de su pérdida de la razón, está bien narrada. En el Bulevar de los héroes elpersonaje central es el Loco Petronio Rincón, un manizaleño “que soñó en su adolescencia con instaurar el reino de la felicidad en la República de Los Andes”. Aquí describe a su ciudad, Manizales, haciendo mención “a su ambiente provinciano, sus poetas desuetos, su mundillo cargado de glorias rancias”. En El viaje triunfal se narra el fin de las ideologías a través de un personaje llamado Faria Ultrillo, un poeta que se duele de lo que pasa en su país en la época de la violencia.
Octavio Escobar Giraldo, médico de profesión, está saboreando las mieles del triunfo literario porque su obra la publican grandes editoriales. Aunque otros escritores han logrado esto, es quizá el único narrador caldense que tiene continuidad en la publicación de su obra. Veamos, enseguida, una breve relación de sus libros. En 1997 obtuvo con De música ligera el Premio Nacional de Cuento Ministerio de Cultura. Hay en esta obra cuentos que mantienen una unidad temática, escritos en diferentes técnicas narrativas, donde campea un aire musical que despierta en el lector dulces recuerdos. Escobar Giraldo recrea sus relatos con las letras de algunas canciones, insertando apartes de ellas en los textos. Otras veces la música aparece como una simple referencia, sustentando el tiempo cronológico.
Es importante señalar que el autor maneja con destreza las referencias musicales, dándole presencia en el contexto de la historia narrada. El título del libro lo tomó de la canción de Gustavo Cerati, y fue un imán para que los jóvenes se interesaran en su Lectura. Además, porque su temática es juvenil. En las páginas de De música ligera los lectores jóvenes se identifican con lo que el escritor les cuenta. Ahí está la música que en los años noventa les llenaba el alma, la referencia a las cosas que los llenaba de orgullo, el ambiente en que entonces se desenvolvían. El mismo epígrafe del libro, una frase de Javier Pascual Aguilar, “Con sus dedos eternos la música teje un manto, un cobertor, un refugio para los imperfectos bailarines”. le dice al lector con qué se va a encontrar en el libro.
En De música ligera los narradores tienen diferentes variantes. Por un lado, aparece un narrador en primera persona; es aquel que empieza a recordar los tiempos del colegio, los salones de clase, los profesores de la época, los amigos de entonces. Por el otro, aparece un narrador colectivo que le da coherencia al relato; es aquel que habla sobre la asistencia a diferentes teatros de la ciudad para ver cine pornográfico. El espacio geográfico de los cuentos es Manizales. “Nunca es triste la ciudad” es un monólogo interior donde se trae a la memoria a alguien que murió a temprana edad. El lector asiste, impresionado, al recuerdo nostálgico de una vida llena de sueños, de ideales, de ilusiones. El personaje fue asesinado por sus ideas de izquierda.
Octavio Escobar Giraldo es un autor prolífico. Cerca de quince libros suyos se encuentran en los estantes de las librerías colombianas. Es un escritor moderno, de prosa ágil, que toca temas diversos. En la novela Después y antes de Dios recrea dos hechos que conmovieron a la sociedad manizaleña: el asesinato de una señora por parte de su hija, y una pirámide montada por un sacerdote que huye después de que sus feligreses le entregan sus ahorros confiados en que van a recibir altos intereses. Para Octavio Escobar Giraldo la obtención del Premio Nacional de Novela significó proyectar su obra literaria en el contexto nacional. Ser en este momento uno de los autores más representativos de la narrativa caldense, al lado de Orlando Mejía Rivera, Eduardo García Aguilar, Jaime Echeverri y Adalberto Agudelo Duque, le ha garantizado posicionar su nombre más allá de su propio entorno geográfico.
Que Después y antes de Dios haya sido escogida por encima de obras como La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez; La oculta, de Héctor Abad Faciolince; y Una casa en Bogotá, de Santiago Gamboa es demostrativo de la calidad narrativa que caracteriza el trabajo novelístico de Octavio Escobar Giraldo. Ese estilo que muestra al lector, en escenas rápidas, hechos notables en el argumento, llamó la atención de un jurado que no ahorró elogios para una novela que vuelve sobre un tema recurrente en los últimos trabajos literarios del autor galardonado: Manizales.
En efecto, después de El último diario de Tony Flowers (1995), El álbum de Mónica Pont (2003), y Saide (1995), Escobar Giraldo volvió a novelar sobre su ciudad. Ya lo había hecho en Cielo Parcialmente nublado (2013), una novela donde narra la historia de un colombiano que viaja a España y, tiempo después, regresa a su patria para resolver problemas familiares y, además, enfrentarse a su pasado. Un retorno en el que laten el conflicto individual y el miedo colectivo ligado a las conversaciones de paz que en 1999 mantenían el gobierno y la guerrilla de las FARC. Una novela, al decir de Antonio María Flórez, que no tiene estridencias verbales ni excesos formales. Un libro donde “la historia cautiva por su simpleza y diafanidad, primando el carácter visual”.
Otro atractivo del trabajo literario de Octavio Escobar Giraldo son los espacios geográficos. Mientras en Saide habla de Juanchaco, en El último diario de Tony Flowers de Nueva York y en El álbum de Mónica Pont de Madrid, en sus últimas tres novelas ha experimentado con las coordenadas de su espacio vital, en este caso la ciudad de Manizales. 1851, folletín de cabo roto (2007), Cielo parcialmente nublado (2013), y Después y antes de Dios (2014) es una trilogía novelística donde la ciudad se convierte en el motivo de sus reflexiones sobre la sociedad, la política y la historia. Escobar Giraldo se regodea dándole universalidad a la aldea. En estos tres libros aparece Manizales con sus calles, con sus centros de diversión, con su tradicionalismo católico y con sus costumbres ancestrales. Desde sus primeros libros de cuentos, El color del agua (1993), Las láminas más difíciles del álbum (1995) y De música ligera (1998), el escritor empezó a interesarse en el tema de Manizales. Pero también empezó a delinear una obra narrativa donde, por su modernismo, se nota la influencia del cine en la forma de contar una historia. Su habilidad narrativa le permite manejar, con propiedad, la metaficción y la intertextualidad.
Después del éxito alcanzado con Después y antes de Dios, que fue traducida al francés, Octavio Escobar Giraldo publicó Mar de leva, una novela que tiene como espacio geográfico a Cartagena. En esta obra, que se lee de un solo tirón, casi sin tomar aliento, está la palabra encendida de un escritor que quiere, aprovechando la intertextualidad, rendir homenaje a la memoria de uno de sus autores favoritos: Joseph Conrad. Es una novela donde se descubre cómo la influencia del cine cobra vida en su narrativa. Los capítulos, seis en total, más o menos largos, estructurados en segmentos cortos, están escritos en un estilo rápido, como de cinta cinematográfica. Desde la primera página el lector advierte este estilo ligero de narrar, que lo va llevando como arrastrado por una ola. Es cuando Javier, el adolescente que vive la angustia de tener secuestrado a su papá, siente desde el avión en que viaja a Cartagena para pasar unas vacaciones con motivo de sus quince años cómo el paisaje se le va entrando por los ojos.
La preocupación de Octavio Escobar Giraldo como novelista está centrada en los temas que son actualidad en Colombia. Escribió sobre los diálogos en el Caguán entre el Gobierno Nacional y las Farc Cielo parcialmente nublado, sobre el proceso de colonización antioqueña en Caldas 1851, folletín de cabo roto, sobre las preocupaciones de un muchacho de quince años que empieza a descubrir el sexo Mar de leva. Convencido de que en Colombia todavía no se había escrito la novela que narrara los falsos positivos, para dejar un testimonio ante la historia sobre un hecho que Colombia todavía llora escribió Cada oscura tumba. En esta novela le da vida a un personaje fruto de la imaginación: Gabriel Cuadrado, un costeño que se hace abogado en Pereira, y que asume la defensa de las familias cuyos miembros fueron sindicados de pertenecer a grupos armados. Por querer dejar en limpio los nombres de las víctimas de los falsos positivos recibe amenazas. Un día, después de que es golpeado por desconocidos, le arrebatan el maletín donde llevaba las pruebas para lograr que se procesara a varios oficiales del ejército por crímenes de lesa humanidad.
El primer capítulo de Cada oscura tumba revela el retardo mental de un muchacho que cae en el engaño tendido por tres soldados que le prometen pagarle cien mil pesos por ayudar a mover unos bultos de cemento. Vestidos de civil, lo convencen de que ellos son sus nuevos amigos. El joven acepta la propuesta. Lo llevan a un galpón “lleno de grandes bolsas de abono”. Una vez allí, lo invitan a un juego donde, según ellos, se va a simular un fusilamiento. Él se presta para ese juego: debe disfrazarse de soldado. Diciéndole que es un arma de juguete, le entregan un revolver. Convencido de que le están diciendo la verdad, posa para una foto con el arma en la mano. Lo que no sabe es que lo van a matar. Necesitan la foto para demostrar que realizaron una ejecución extrajudicial.
La escena del momento en que Anderson queda listo para la foto obedece a la forma como los militares planeaban los asesinatos. Los soldados, que acaban de ponerse los uniformes diciéndole que son los disfraces para el juego, le ordenan que se pare derecho y que no se preocupe si las botas le quedan estrechas. “No las necesita para caminar”, le dicen. En su ingenuidad, el joven les pregunta si está bien para la foto. Los hombres se alejan riéndose. Anderson atiende la sugerencia de que sonría mientras disparan la cámara del celular. Cierra los ojos para imaginarse “qué tan duro van a sonar los disparos de mentiras”. Y hasta piensa en cómo dejarse caer al suelo para que se vea como una muerte real. Ignora que la vida se le va acabar cuando sienta sobre su pecho el fogonazo de los disparos.
Octavio Escobar Giraldo escribió una novela fresca, actual, conmovedora. El desarrollo es vertiginoso, y su experiencia como narrador le permite tejer un relato crudo sobre una realidad que vivió el país. Cada oscura tumba es una denuncia sobre lo que ocurrió con las 6.402 víctimas de los falsos positivos. El lenguaje subyuga por su calidad literaria, por contar la verdad y por la objetividad en el análisis sobre la inoperancia de la justicia. Un ritmo narrativo rápido, alegre, cadencioso, y unos diálogos vibrantes, precisos, de frases cortas, atrapan por su encanto literario. Aunque el lector quiere saber cómo es el desenlace de la historia de Melva Lucy, una mujer atrapada en una jungla de cemento, que lleva sobre sus espaldas una tragedia que cambió su vida, al final el narrador deja que sea él quien lo interprete.
Melva Lucy lleva en su alma el recuerdo de ese día en que a su hermano Anderson lo asesinaron unos soldados que cumplían órdenes de “Triple Jota”, un suboficial del ejército. Esa tragedia llevó a su familia a emigrar hacia Bogotá. Se instalan en una vivienda humilde al sur de la ciudad. Consigue trabajo como mesera en una cafetería, donde por tener unas lindas piernas y una cara bonita recibe halagos de los hombres que llegan para tomarse unas cervezas. También piropos groseros de Edgar Garay, un hombre que hace ostentación de riqueza montado en un Mini Cooper. Allí conoce a Ignacio Celis, un jubilado del ejercito que vive solo en un apartamento. Termina viviendo con él y, al final, acompañándolo en la clínica, en su muerte, después de que este mató a “Triple Jota”.
Llegamos aquí al quinto de los nombres más destacado en la narrativa caldense: Orlando Mejía Rivera. Digo que más destacados porque son los que tienen una obra consolidada, con traducciones a otros idiomas, premiados en varias oportunidades, con innovaciones importantes en la forma de narrar y, sobre todo, con novelas y cuentos que resisten cualquier análisis literario. Me refiero, desde luego, a autores contemporáneos, que continúan trabajando con la palabra, dedicados a expresar a través de su obra sus preocupaciones sobre el país. Esos cinco escritores son Eduardo García Aguilar, Jaime Echeverri, Adalberto Agudelo Duque, Octavio Escobar Giraldo y Orlando Mejía Rivera. No incluyo aquí al médico Gustavo López Ramírez, ni a Martin Franco Vélez, ni a Antonio María Flórez ni a Adriana Botero Villegas porque estos son autores de un primer libro, que logran ser publicados por editoriales nacionales, a quienes por su dedicación les espera un largo camino por recorrer y grandes reconocimientos.
Orlando Mejía Rivera nació en Bogotá el 30 de agosto de 1961. Es un novelista moderno, que se aparta de la literatura tradicional, tanto en lo estructural como en lo argumental. Un autor que toma la vida de personajes que marcaron a la humanidad para crear historias donde enseña cómo lograron proyectarse como seres de inteligencia superior. Su primera novela, la casa rosada (1997), que Adriana Villegas Botero calificó como “distopia futurista en clave de ficción”, se abre con los monólogos de tres personajes, Carmen, Guillermo y Jorge, que cuentan sus vivencias al interior de una casa donde conviven noventa y seis personas, hombres y mujeres, que son sometidas a tratamientos médicos por un extraño virus que las ataca, y que le hablan al médico Pedro Fandiño sobre lo que es su cotidianidad en ese lugar, culpándolo a veces de sus miserias.
La segunda novela de Orlando Mejía Rivera se titula Pensamientos de guerra. Aquí el novelista se desprende de la temática de su primera novela para entrar en un terreno distinto. La angustia de un profesor universitario que es secuestrado en el propio salón de clase por un grupo guerrillero ante la mirada atónita de sus alumnos es el hilo conductor de este libro. En dos planos narrativos diferentes, el autor narra la historia de un hombre que es maltratado por sus captores y, una vez prisionero, recuerda su infancia, su familia, su espacio en la sociedad y, sobre todo, el análisis que ante los alumnos venía haciendo de un libro de Ludwig Wittgenstein. En la novela convergen dos tiempos narrativos: el primero corresponde al momento en que el profesor es secuestrado; aquí un narrador omnisciente relata la forma cómo el personaje es conducido por sus captores hasta el sitio de reclusión. El segundo tiempo es el histórico. En este plano aparece un personaje que toma parte en la Primera Guerra Mundial. Es un escritor que aprovecha los momentos de descanso que permite el conflicto para escribir un diario sobre sus experiencias en el frente.
Pensamientos de guerra se inscribe en eso que los franceses llaman Nouvelle. En sus capítulos en tiempo presente, donde narra lo que le sucede al profesor, tiene un ritmo narrativo ligero. Inclusive, la misma mención a la serie de películas Rocky, protagonizadas por Silvester Stallone, ratifica ese ritmo rápido de contar la historia, dejando en el lector la sensación de que está frente a un relato propio del cine de acción. Esa vejación que sufre el protagonista por parte de sus captores está narrada en un lenguaje sobrio, de exquisita facturación literaria, donde ninguna palabra queda fuera de contexto. Orlando Mejía Rivera estructuró su novela con los elementos que le brinda la realidad del país. El secuestro es uno de los delitos más abominables que se cometen en Colombia. La angustia del profesor, ese trato inhumano que recibe de sus captores, el dolor de sentirse encerrado en un lugar desconocido, el recuerdo insistente de su hijo Sebastián, su impotencia frente a guerrilleros bien armados son expresión exacta de lo que le ocurre a quienes han perdido su libertad a manos de los insurgentes.
Orlando Mejía Rivera es un escritor hábil para manejar la técnica narrativa. Sabe, antes de emprender la escritura de un libro, si el manejo del tema se facilita más con un narrador omnisciente, con un monologo interior o con una combinación de formas narrativas donde cabe el estilo epistolar y el flujo de la conciencia. Dos novelas suyas, publicadas en Europa, enseñan ese manejo afortunado donde caben las cartas y las disquisiciones en primera persona sobre el tema tratado. Me refiero a El enfermo de Abisinia y a El médico de Pérgamo, dos obras que tienen un cordón umbilical: la profesión del escritor.
Como médico, Orlando Mejía Rivera se aproxima a la existencia de dos personajes que dejaron huella en la historia de la humanidad. Lo hace para abordar desde la ciencia lo que significaron. El primero es Arthur Rimbaud, el personaje de El enfermo de Abisinia. En esta novela desarrolla la hipótesis de que el poeta francés nacido en la población de Charleville el 20 de octubre de 1854 y fallecido en Marsella el 10 de noviembre de 1891, no murió de Sífilis. A lo largo de sus páginas habla sobre la vida atormentada del poeta que calificó Iluminaciones, su libro publicado cuando apenas contaba con veinte años de edad, como “babosadas de adolescencia”. En las últimas 46 páginas el autor expone la teoría de que la muerte de Rimbaud fue consecuencia de algo muy distinto.
La primera parte de El enfermo de Abisinia es una crónica de Edmond Lepelletier, un crítico literario que intenta destruir la obra poética de Rimbaud. Un texto donde refuta los conceptos de tres poetas decadentistas que se encontró una noche en un café de París hablando con admiración de su obra. Dice que el que fuera amante de Paul Verlaine no tiene para él la importancia que le han dado. Cuenta su vida bohemia en la Ciudad Luz, y finaliza recomendando no perder el tiempo leyéndolo. Su propósito es destruir lo que él llama un falso ídolo. A estas afirmaciones le da respuesta, en una carta al correo del lector de un periódico de París, Ernest Delahaye, un amigo de infancia del poeta. Dice que lo hecho por Lepelletier es una infamia porque expresa “el odio de los mediocres contra los genios”.
En El enfermo de Abisinia Orlando Mejía Rivera le da vida a un personaje imaginario, el médico Nikos Sotiro, que según el novelista atendió los problemas de salud que Arthur Rimbaud presentó después de abandonar a París, durante los once años en que vivió en Harar, provincia de Abisinia, en Etiopia, con un nombre distinto: Abduh Rimbo. En una extensa carta que le envía a Paul Verlaine en respuesta a otra que el poeta le envió para pedirle el favor de que le aclarara si en verdad Rimbaud había muerto de sífilis, le cuenta cómo fue su sufrimiento. En esta carta, el médico trata a Verlaine de pederasta debido a los dos años de cárcel que pagó por la denuncia de su esposa al enterarse de su relación con el joven poeta. Verlaine le escribió porque sentía temor de que hubiera sido él quien le infectara la sífilis.
El médico de Pérgamo es una recreación, entre la ficción y la realidad, de la vida de Galeno. Una novela diferente a la anterior en su concepción estilística. Desaparece el estilo epistolar para darle paso a la voz del personaje central, que narra su vida desde su infancia en Pérgamo hasta los tiempos en que descubre que el raciocinio y el lenguaje dependían del cerebro y no del corazón. Galeno, el personaje de la novela, era hijo de un humanista y geómetra: Aelio Nicón. Orlando Mejía Rivera cuenta que dejó escritos cerca de seiscientos tratados sobre diversas enfermedades, recuperados por traductores árabes que los pasaron del griego al latín. Galeno dedicó su vida a investigar los secretos anatómicos de los órganos, a pensar la lógica del diagnóstico clínico y a descubrir nuevas técnicas de cirugía.
En esta novela Orlando Mejía Rivera cuenta la vida del hombre que criticó a esos médicos de la escuela metodista que en Roma no ejercían su profesión según los postulados de Hipócrates, porque buscaban enriquecerse a costa de los pacientes. Narra, por ejemplo, en la voz del mismo Galeno, cómo se salvó de morir cuando, estando a un lado del altar de Artemisa, fue atacado por tres mercenarios. Un gladiador de nombre Julio Germano lo defendió de los atacantes porque él le había salvado la vida cuando fungió como médico oficial de los gladiadores. Galeno abandonó a Roma, la ciudad de la que se enamoró, donde fue protegido por el emperador Marco Aurelio, porque los metodistas se confabularon en su contra debido a que los criticaba por no ejercer la medicina con decoro.
En El médico de Pérgamo está explícito, de un lado, el compromiso de Orlando Mejía Rivera con la literatura histórica y, del otro, el humanismo que la convierte en fuente de sabiduría porque el lector obtiene en ella cultura general. Este es un autor que narra la vida de personajes que hicieron historia. Un escritor que ha hurgado en bibliotecas para reconstruir, en una prosa alegre, decantada, luminosa, la historia de la medicina. Este escritor que, en concepto del novelista Pablo Montoya, maneja una escritura “eficaz, poética, profunda, erudita”, es un humanista en toda la acepción del vocablo. Su formación intelectual le permite ahondar en temas que otros autores no abordan porque les falta erudición. El enfermo de Abisinia y El médico de Pérgamo han sido traducidas al alemán, al italiano y al francés. Estos títulos revelan a un escritor que ha tenido como constante temática la carrera que escogió para hacerse profesional.
Orlando Mejía Rivera utiliza el lenguaje con brillo literario cuando de volver al pasado de su existencia se trata. Manizales, como espacio geográfico, no podía quedar por fuera de sus preocupaciones temáticas. La ciudad despertó en él, desde su juventud, el interés por novelarla. Fue así como se le iluminó la imaginación para escribir una novela donde dejó testimonio de su época de estudiante universitario, donde volcó todo lo que sus calles habían significado en su vida, donde recordó esos años en que se encendió en su espíritu la llama de la palabra. Surgió así Recordando a Bosé, una novela que es una evocación de esa Manizales que se fue, una postal de esa época que como joven vivió con intensidad, un relato ameno donde refresca la memoria del lector que creció en esas calles empinadas, que se extasió mirando la aguja de la catedral con sus 126 metros de altura y que escuchó en San Carlos esas baladas de los años ochenta que le despertaron ese sentimiento dormido entonces en el alma que es el amor.
Recordando a Bosé nos trae a la memoria esa Manizales que todavía no se había extendido comercialmente hacia la Avenida Santander, donde el único sitio de encuentro era San Carlos. Ricardo Valenzuela, el personaje narrador, se reúne en este punto con sus amigos para hablar de las muchachas que conocen y de las clases en la universidad. Pero, además, para criticar el Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala, para escuchar las baladas de Joan Manuel Serrat, para debatir sobre sus ideas políticas y, sobre todo, para celebrar los buenos resultados en los parciales. El tiempo cronológico está comprendido entre los primeros meses del año, cuando Ricardo Valenzuela ingresa a la universidad para iniciar su carrera de medicina, hasta ese 31 de diciembre cuando el personaje principal regresa de Cali para encontrarse con la familia en la celebración del año nuevo. En esos once meses está sintetizada la angustia de un hombre que durante muchos años alimentó el deseo de acabar con su vida. Valenzuela es un muchacho de dieciocho años apasionado por los libros, que encuentra en Rosana, una estudiante de derecho, su alma gemela. Con ella formaliza un noviazgo donde descubre lo que es el amor. Pero, a la vez, su celotipia.
En ese noviazgo que se inicia cuando descubre a la muchacha en la cafetería de la universidad están explícitos los júbilos y tristezas de Ricardo Valenzuela. Pero también la ciudad como escenario de vida. Manizales está retratada en una prosa de exquisita construcción. San Carlos, la Avenida Santander, La Ronda, el parque La Gotera, Timbalero, Tico Tico, La Suiza, Kien, las calles de Chipre y el estadio son referentes de una ciudad que en treinta años tuvo una transformación urbanística sorprendente. Este es el espacio geográfico de una novela que enseña cómo fue la protesta estudiantil contra el Estatuto de Seguridad y el allanamiento a las residencias universitarias para buscar estudiantes que las autoridades consideraron simpatizantes de M19. Recordando a Bosé tiene un hilo argumental que despierta interés por el hábil manejo que Orlando Mejía Rivera les da a las historias.
El lector de Recordando a Bosé se encuentra, en medio de esa desazón interior que vive el personaje, con la narración de hechos verosímiles. Uno de ellos, el encuentro que Valenzuela tiene en Tico Tico con el jugador de fútbol Américo Lobatón. Buscando que alguien lo matara para que le evitara así la angustia de quitarse el mismo la vida, borracho desafía al jugador. Pero este le da una lección: le dice que no es justo que alguien que apenas empieza a vivir quiera acabar con su existencia. El capítulo donde Lobatón le narra lo ocurrido en el partido Colombia – Rusia en el Mundial de 1962, en Chile, cuando el jugador anotó el gol del empate, detiene la respiración del lector.
Recordando a Bosé es una novela que retrotrae la memoria hacia una década, los años ochenta, que dejó huella en la ciudad. Una novela bien escrita, de prosa alegre, que despierta en el lector viejas nostalgias, donde la austeridad en el arte de narrar apunta a la palabra precisa para expresar lo que quiere, donde la adjetivación es manejada con mesura, logrando que lo poético emane de la evocación y no de un juego de imágenes. En este libro Orlando Mejía Rivera dejó un testimonio de sus encrucijadas, de esa búsqueda de un estilo literario que le permitiera dar forma a las nostalgias que venían llenando su memoria grávida de estampas viejas, herrumbradas en un pasado en el que los sucesos vividos se aunaban para conformar una visión total de un tiempo inolvidable.
No se pueden dejar por fuera en este análisis sobre el pasado y el presente de la narrativa caldense nombres que desde su óptica estilística, técnica y estructural han hecho aportes importantes para la consolidación de Caldas como territorio de escritores con historias para contar. Es de justicia enumerar aquí algunos de los libros que han sido publicados en los últimos años para demostrar cómo la palabra sigue siendo una pasión de hombres y mujeres que han querido dejar testimonio escrito de sus desgarramientos interiores, de las situaciones difíciles por las que ha pasado Colombia, de esta violencia que ha marcado a varias generaciones, de esa pobreza en que viven millones de personas en zonas azotadas por la violencia, de esa angustia existencial de tantos colombianos que sobreviven con un salario mínimo, de esa alegría que inunda nuestros rostros cuando nos enteramos del triunfo de un compatriota en el exterior.
En este orden de ideas, hablemos de algunos libros publicadospor caldenses que han tomado con profesionalismo su vocación de escritores. Son hombres y mujeres que se abren camino en las letras nacionales con un trabajo literario serio, pulcro en el manejo del idioma, consistente en sus argumentos, profundos en su temática. Inicio este segmento hablando de Gustavo López Ramírez, autor de Los dormidos y los muertos, una novela sobre la violencia política de los años cincuenta, muy bien escrita, que cronológicamente se inicia el día en que muere Laureano Gómez, y se cierra el día en que es asesinado el padre Camilo Torres Restrepo. En esta novela se narra, en una prosa que tiene ritmo narrativo, parte de la historia violenta de Colombia.
Gustavo López Ramírez lleva de su mano al lector para contarle cómo fueron esos hechos que causaron tanto dolor debido a la cantidad de sangre derramada. La violencia que azotóal país entre los años 1930–1966 está contada en este libro con una minuciosidad que asombra. La novela se inicia con el relato verídico de la muerte de Laureano Gómez el 13 de julio de 1965, y termina con la narración de la forma en que el Ejército dio de baja al padre Camilo Torres el 15 de febrero de 1966. Aquí se muestra cómo el discurso del sacerdote influyóen una cantidad de jóvenes que vieron en sus ideas el deseo de cambiar el sistema político del país.
Gustavo López Ramírez se apropia de esas dos fechas para contar la historia de la familia Almanza desde el momento en que Deogracias, el padre, abandona a Pamplona, con su esposa Adelaida, para establecerse en Manizales. Huye de esa población después de que, con un compañero, matan al sargento Anselmo Tarazona, alcalde militar de Chinácota, en represalia por haber asesinado de varios tiros al sacerdote Gabino Orduz. Lo hicieron porque escucharon en la radio que Monseñor Miguel Angel Builes había dicho que matar liberales no era pecado. Al sacerdote lo mató el sargento porque dijo en el pulpito que los liberales no creían en Dios. Deogracias llegóa la capital caldense porque era la única ciudad donde las autoridades podían protegerlo. Esto en razón a que Manizales era un fortín conservador.
De ese hecho violento parte una narración ágil, manejada con solvencia literaria, en un estilo depurado, donde se cuentan los sucesos violentos que hasta el año 1966 conmovieron a Colombia. Fruto de una investigación minuciosa, Gustavo López Ramírez reconstruye literariamente la toma de Simacota por parte del Ejército de Liberación Nacional el 7 de enero de 1965. Y el asesinato del maestro Ramón Cardona García, director del Conservatorio de Música de Caldas, por la banda de Chispas, cuando se desplazaba con sus músicos entre La Línea y Calarcá, el 28 de junio de 1959. Y la masacre, el 5 de agosto de 1963, de treinta y nueve obreros de carreteras adscritos a la Secretaría de Obras Publicas de Caldas, cometido por la banda de Desquite en el sector de La Italia, en el oriente caldense.
En Los dormidos y los muertos, nombre que recuerda el título de la que ha sido considerada la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial, Los desnudos y los muertos, escrita por Norman Mailer, el novelista caldense narra cómo se inició la violencia en Colombia. No hace mención al primer enfrentamiento armado entre liberales y conservadores, en la población de Capitanejo, en diciembre de 1930, donde hubo once muertos. Pero si narra cómo las fuerzas del orden se tomaron el municipio de El Líbano el 6 de abril de 1952. Y el ataque militar contra Villarrica, Tolima, por orden de Gustavo Rojas Pinilla, donde fueron desplazados cinco mil campesinos, hecho que dio vida a las guerrillas liberales del Sumapaz y de Los Llanos, bajo el mando de Guadalupe Salcedo y de Juan de la Cruz Varela.
Gustavo López Ramírez registra en Los dormidos y los muertos la actitud de los colombianos frente a la violencia política desatada por Laureano Gómez. Pero también penetra en el alma de los personajes para mostrar sus actitudes frente a la muerte, la soledad, la desesperanza, la política y los problemas de la vida diaria en una época en que la religión tenía una influencia inmensa en la vida de las familias. El Almanza Plata es el prototipo de esos hogares donde desde la niñez se inculcan en los hijos principios cristianos. Los padres luchan por conducirlos por el buen camino. Sin embargo, tienen que aceptar la realidad de una sociedad que se descompone. Un día la mama descubre que Antonieta, la hija mayor, está en embarazo. Para ocultarlo, la envían a una institución en Bogotá mientras nace el bebé. Pero este muere en la incubadora.
El hilo narrativo de la novela conduce al lector por la vida de una familia donde el padre es un ferviente seguidor de Laureano Gómez. Deogracias Almanza es un conservador recalcitrante que ve al líder que firmó el Pacto de Benidorm con Alberto Lleras Camargo el 24 de julio de 1956 como al salvador de Colombia. Piensa que es el único político con carácter para manejar el país. Pero tiene que convivir con una esposa y unos hijos que no comulgan con su idolatría. En diálogos donde fluye ágil el pensamiento de los personajes, ellos le hacen ver que Laureano Gómez es el responsable de esa violencia que desangró a Colombia. La gran paradoja es que tres de sus hijos terminan haciendo parte de un grupo armado que defiende las ideas del padre Camilo Torres.
En estos últimos cinco años varios autores nacidos en las breñas de Caldas han publicado novelas que empiezan su camino para conquistar lectores. Ya hice mención a Martin Franco Vélez, a Antonio María Flórez y a Adriana Villegas Botero. El primero es un periodista graduado en la Universidad Javeriana que publicó en 2020, con el sello Planeta, la novela La sombra de mi padre. Sobre ella escribió Héctor Abad Faciolince: “Los libros honestos consiguen conciliar la ternura con el remordimiento y la crueldad. Esta novela testimonial es, al mismo tiempo, cruel, dura y verdadera. Tiene la valentía de meterse de frente con una de las costumbres colombianas más arraigadas: el alcoholismo. Una escritura tersa y una historia en la que respiramos verdad porque el autor no es complaciente consigo mismo ni con los demás”. Estas palabras de un escritor consagrado con un autor que apenas publica su ópera prima ponderan el libro, y despiertan el interés por leerlo.
La novela de Martin Franco Vélez es “un viaje a la intimidad de una historia familiar dolorosa, en el que se entretejen preguntas sobre lo que significa ser padre y sobre el papel determinante que ha jugado el alcohol en nuestra cultura”. Para escribirla, el autor, que en ese momento no tenía un trabajo estable y estaba esperando el nacimiento de su primer hijo, regresó a Manizales después de vivir varios años en Bogotá. Quería reencontrarse con su padre para sanar viejas heridas, porque su relación con él no había sido buena. La narración empieza con la voz en primera persona de alguien que recuerda cuando, a pequeña edad, su padre lo llevó a ver el circo River View Park. De ahí en adelante, el narrador cuenta lo que ve en ese espacio donde los niños se entretienen. Como el alegato que el papá tuvo con una señora porque le quitó el turno para montar a su hijo en un juego de caballitos.
La sombra de mi padre es un testimonio sincero de un hombre que en la edad madura recuerda cómo fue la relación con su padre. Se cuenta la historia de una familia de clase media alta donde el padre, al mismo tiempo que se preocupa por sus hijos, explota cuando hacen algo que no le gusta. Aunque quiere ser un padre estricto, a veces se excede. Martin Franco Vélez habla de ese amor inmenso que le tuvo a su papa en la infancia, y de cómo ese sentimiento se fue transformando hasta llegar a un distanciamiento originado por los conflictos familiares. El autor aprovecha para reflexionar sobre la educación que se les da a los hijos, sobre las relaciones al interior del hogar y sobre los conflictos familiares. Lo dice de esta forma: “Tener un hijo —ahora lo entiendo— es poner a prueba la paciencia de manera constante. Tener un hijo es pasar del amor más grande a la rabia intensa en cuestión de segundos. Es regocijarse con la experiencia de ser padres, pero, al mismo tiempo, anhelar la vida que llevábamos antes, la libertad que teníamos”.
Antonio María Flórez es otro médico egresado de la Universidad de Caldas que a temprana edad descubrió su vocación literaria. Empezó escribiendo poesía. Pero ha experimentado en la narrativa. En este género, ha escrito cuentos de buen contenido, con un lenguaje pulcro, donde se presiente un buen narrador. En novela, en el 2021 la Universidad de Caldas publicó El hombre que corría en el parque, una obra escrita a manera de diario donde un médico habla de sus amores, de sus lecturas y, al mismo tiempo, de su profesión. Flórez, que nació en Don Benito, provincia de Extremadura, en España, se crió en el municipio de Marquetalia, de donde era su padre.Es el cuarto médico de las nuevas generaciones que en Caldas se ha dedicado con pasión a las letras.
Ambientada en España, con constantes referencias a Colombia, El hombre que corría en el parque es una novela estructurada en forma de diario, que al recurrir a los mensajes en el celular como forma de comunicación entre sus personajes se vale de la tecnología para que estos expresen sus sentimientos. Se inicia con la carta que el director de una biblioteca le envía a la editora de una empresa editorial para darle a conocer un texto titulado El tinieblo, encontrado en una memoria que se le cayó en la calle a un hombre que tenía por costumbre correr en un parque. Le sigue una entrada llamada Prefacio. En estas palabras está la esencia de lo que se cuenta en el diario. Lo narra un boliviano que se hizo amigo del hombre que también jugaba baloncesto.
El lector puede pensar que al personaje que escribe el diario donde consigna los diálogos que tiene con Carolina Barral a través de mensajes al celular le falta carácter. Esto se percibe en la forma como la mujer, que es casada, maneja su relación con el médico. Todo porque es ella quien decide cuándo pueden verse para hacer el amor, que es lo único que el hombre busca con ella. Tanto, que se lo dice en un mensaje que le envía: “Me gusta que nos besemos, que nos abracemos, que hagamos el amor. No me gusta lo demás”. La de ellos es una relación regida por el interés en el sexo, nada más. De allí que el libro tenga tanto contenido erótico. Inclusive, no hay entre los personajes diálogos interesantes. Todo se ciñe a una pregunta: “¿Nos vemos mañana?” El amante debe someterse a los horarios que la mujer determine.
Esta novela de Antonio María Flóreztiene el estilo narrativo de El ultimo diario de Tony Flowers, de Octavio Escobar Giraldo. Y en lo erótico, similitudes con El síndrome de Ulises, novela de Santiago Gamboa, y hasta con Cincuenta sombras de Grey, de E.L. James; hay en los personajes mucho de Christian Grey y Anastasia Steele. El autor entretiene al lector con una historia de amor que termina en desencanto. Todo porque al final Carolina le sugiere que busque otros caminos en el amor. El médico se resigna entonces a mirarla desde lejos, mientras ella camina por la calle, después de que sale del trabajo. Es un hombre que recibe amenazas. Sin embargo, el lector no alcanza a saber por qué.
Hay cuatro nombres en la lista de narradores caldenses que no se pueden dejar por fuera en este ensayo. Son Roberto Vélez Correa, Jorge Eliecer Zapata Bonilla, Omar Morales Benítez y Germán Ocampo Correa. Empiezo por Roberto Vélez Correa. Muy joven, recién terminado su bachillerato, demostró su vocación literaria. Publicó un libro de cuentos, Retoños de piedra, donde se advertía ya una clara imaginación y un deseo de crear ficciones con sustento en la realidad. Publica luego su primera novela, Fantasmas del mediodía, un experimento literario donde intenta trabajar la conciencia en un texto que el mismo autor califica como “Exorcismo cortaziano de muchos demonios”. En 1987 obtiene el primer puesto en el Concurso de novela Bernardo Arias Trujillo convocado por el entonces denominado Instituto Caldense de Cultura con La pasión de las gárgolas, obra que el estudioso Alvaro Pineda Botero denominó como “gran metáfora de una sociedad en decadencia, desprovista de valores, sumida en la confusión”.
Gracias a una beca de creación literaria otorgada por el Fondo Mixto para la Promoción de la Cultura y las Artes de Caldas, en 1999 Roberto Vélez Correa publica Los suicidas de la palabra, un libro de cuentos que tiene como vaso comunicante el suicidio de algunos escritores. Mario de Sá Carneiro, Bernardo Arias Trujillo, Alejandra Pizarnik, John Kennedy Toole y Rodrigo Acevedo González fueron seres angustiados que llevaron una vida tormentosa. Sus trayectorias las tomó este escritor para recrear literariamente el contenido artístico de sus obras. Aquí el escritor se expresa en un lenguaje de más resonancia estética al que utilizó en su primer libro de cuentos, Retoños de piedra. Los logros técnicos de este libro están en ese dominio que el autor ha alcanzado de la intertextualidad, y que se revela en los cinco cuentos que componen la obra. Además, el uso del tú pronominal le permite utilizar la voz de un alter ego para mostrarle al lector un narrador que dialoga con un personaje innominado en el texto.
La pasión de las gárgolas toca el tema homoerótico para enjuiciar a una sociedad que en parte es responsable de ese aislamiento en que se les tiene a los homosexuales. Los personajes con esta orientación sexual que trascienden por sus páginas son seres que provienen de diferentes clases sociales. Duván Sanín, por ejemplo, viene de una familia de clase media, mientras Gilberto de Germania proviene de una alta esfera económica. A estos dos personajes los une su problema sexual. El mismo Yigail Andrade, que aparece como uno de los protagonistas de la novela, tiene el mismo problema. Pero con una diferencia: no lo manifiesta. Estos personajes tratan de aparentar ante la gente otra cosa distinta a lo que verdaderamente son. La descripción que Vélez Correa hace de Duván Sanín nos trae a la memoria a Mauro Quintero, el personaje de Alvarez Gardeazábal en El divino. Sin embargo, los dos personajes, Duván Sanín y Yigail Andrade, hacen el amor con mujeres. En esta novela los adjetivos son precisos. Y la construcción misma de las frases, alcanza periodos brillantes, con leves asomos de poesía.
Jorge Eliecer Zapata Bonilla es un escritor consagrado a la palabra, con disciplina intelectual, que encontró en el género del cuento su mejor expresión literaria. Ha publicado dos libros: Huellas de perro (1980), y El sable y la bandera (1998). A diferencia de otros autores que experimentan en el relato de largo aliento, este escritor nacido en 1952 no ha acometido la escritura de una novela. Como cuentista, ubica sus historias en el espacio geográfico de su infancia, el municipio de Supía. En ellas explora los terrenos del comportamiento humano. Los personajes son seres que en algún momento de sus vidas han pasado por una situación difícil. Hay en Huellas de perro un relato que es antológico. Se titula “Las absoluciones de Monseñor”. Es la historia de un pueblo donde, para celebrar la Fiesta de Santa Ana, llega de visita el señor obispo. Su presencia causa una alegría desbordante en todos los pobladores. Tanto, que las personas que antes eran pecadoras, dejan de serlo y empiezan a formar parte de las asociaciones piadosas. Claudina, por ejemplo, una mujer que ejercía la prostitución, se arrepiente de lo que hace y se convierte en terciaria capuchina. Y Tarcisio, que era un depravado sexual, después de regenerarse asume la lectura de las epístolas en las misas.
Hay que decirlo sin tapujos: en Caldas las mujeres no han tenido mucha presencia en la narrativa. Brillan, sí, en la poesía. En este género literario son muchas las que trabajan la palabra, las que hacen presencia en festivales nacionales, las que dejan sentir su voz en redes sociales y en libros publicados. Sin embargo, en narrativa solo dos nombres se registran en los estudios sobre escritores caldenses que han publicado libros en los últimos años: Adriana Villegas Botero y Marcela Villegas Gómez. La primera publicó un libro de cuentos: El lugar de todos los muertos; y una novela: El oído miope. También ha escrito ensayos sobre literatura donde se aprecia un conocimiento amplio de las corrientes estilísticas, las técnicas narrativas y las estructuras novelísticas. Con esta novela obtuvo en el 2013 el Premio a Mejor Manuscrito de Novela en el concurso del Fondo de Cultura Económica de Bogotá.
En el libro de cuentos El lugar de todos los muertos, Adriana Villegas Botero narra la historia de una niña que, en compañía de su abuela, realiza una visita a la cripta de la catedral de Manizales para visitar los restos de un tío de la niña llamado Hernán, que falleció en un accidente en una bicicleta. “Esta situación, aparentemente intrascendente, revela los profundos conflictos internos de la familia y muestra las muchas capas de secretos que se ocultan”. En El oído miope, una abogada llamada Cristina, perteneciente a la clase media colombiana, “pierde su empleo y decide emigrar a Nueva York para buscar trabajo y aprender inglés. Sin embargo, su vida neoyorquina no es lo que esperaba: duerme en un camarote que comparte con un niño de ocho años, no tiene papeles y limpia apartamentos de familias adineradas para sobrevivir. A modo de diario, esta divertida novela da cuenta de los universos imaginarios que la protagonista construye en cada una de las casas que limpia, así como de sus avances en un idioma que no termina de dominar. La correspondencia que mantiene con su familia se presenta como un reflejo de la soledad de los inmigrantes y como una certera aproximación a una ciudad tan difícil como encantadora”.
Marcela Villegas Gómez, fallecida el 7 de febrero de 2022, obtuvo en 2016 el Premio Nacional de Novela Corta de la Universidad Javeriana con Camposanto, una obra donde late la angustia de una mujer que ve cómo cada día su madre se va consumiendo víctima de una enfermedad degenerativa. Un desgarrador relato escrito en primera persona sobre el drama que vive una mujer, Amalia, al ver cómo su mamá va perdiendo la memoria por culpa del alzhéimer. Desgarrador porque la hija va contando, en un lenguaje exento de sensacionalismo, lo que le está pasando a Elena, su madre. Narra, por ejemplo, el estrépito de vidrios rotos que escucha desde su cuarto una noche. Se levanta para indagar qué ha pasado, y se encuentra con una escena que le parte el alma: Elena camina, sin darse cuenta, por entre el reguero de vidrios, en la cocina. Como los pies le sangran, la lleva a una clínica. Este hecho le hace pensar que su pérdida de la razón es preocupante. Es ahí cuando decide investigar con especialistas sobre esa enfermedad.
Camposanto está estructurada en dos planos narrativos. El primero, las voces de la madre y de la hija, que se van alternando en la novela, en monólogos cortos, donde van contando su sufrimiento. El segundo, con los relatos que hace la narradora sobre su trabajo como antropóloga forense. En estos dos planos, que tienen fuerza testimonial, se consolida un estilo literario que trae a la memoria, inmediatamente, la forma cómo Piedad Bonnett narra su sufrimiento cuando se entera del suicidio de su hijo, en el libro Lo que no tiene nombre. Los dos dramas conmueven. El de Marcela Villegas porque está narrando a través de un personaje llamado Amalia su propio dolor al ver cómo la salud de su mamá se deteriora. El de Piedad Bonnett porque es el dolor de una madre frente a la pérdida de su hijo.
Cuando se habla de narrativa caldense no se pueden olvidar los aportes hechos desde el punto de vista temático, técnico y estructural por Omar Morales Benítez con su libro Bajo la piel, Fabio Vélez Correa con El frenesí de la paz, Germán Ocampo Correa con El rastro del mago y Angel María Ocampo con Nostalgia de los balcones y Rubén Darío Toro con Maldito baile de muertos, todos ellos escritores vivos que han asumido con responsabilidad su labor como creadores de belleza. Cada autor tiene su propia manera de contar historias, un estilo literario propio, un manejo de técnicas narrativas y un profesionalismo en el uso de la palabra donde demuestran su interés por encontrar un ritmo que les dé a sus relatos orquestalidad. En ellos prevalece su interés por los temas de su tierra, su deseo de mostrar en su obra aspectos desconocidos del espacio de su infancia y su conocimiento de los secretos del lenguaje. Este ensayo sobre la literatura caldense nos conduce a plantear algunas consideraciones sobre el trabajo literario que se realiza en nuestra región. En primer lugar, es importante recalcar que en manifestaciones culturales somos un departamento privilegiado. Mientras existen regiones del país donde se publican dos o tres libros al año, aquí tenemos una producción literaria que asombra. Esto nos permite mostrar con orgullo nuestra tradición literaria. En segundo lugar, no hemos producido una novela que nos identifique en el contexto nacional. Si bien es cierto que Risaralda, de Bernardo Arias Trujillo, es una obra conocida internacionalmente, es más cierto todavía que no se ha escrito otro libro que nos dé esa presencia. Esto obedece a que Caldas no tiene temas novelables que sean universales. Aquí no hemos tenido vetas temáticas como las de la Costa Atlántica, que posibiliten escribir una novela como Cien años de soledad. Sin embargo, la cultura del café no ha sido explotada literariamente. ¿Será que no ha surgido el escritor que sea capaz de novelarla? ¿O será que hemos perdido el sentido de pertenencia? Las costumbres de la zona cafetera dan para escribir un bello libro. ¿No fue esto, acaso, lo que hizo Tomás Carrasquilla con lo antioqueño? La pregunta final es: ¿Cuándo surgirá el novelista caldense que interprete nuestra realidad social? ¿Cuándo se escribirá en Caldas una novela que sea leída en todo el país?