MIS CIUDADES POÉTICAS. La ciudad: Rock y poesía. Antonio María Flórez Rodríguez

(Conferencia Nuevos Juegos Florales de Manizales 2003)

Premio Nacional de Poesía “Ciudad de Bogotá” 2003

     Cada ciudad tiene su particular forma de ser y de narrarse en virtud de su morfología, historia, demografía, catástrofes, festejos, estructura política, paisaje, etcétera; de tal forma que ella se identifica y es identificable en razón de estos elementos. Para cada escritor, para cada artista diría mejor, su forma de “narrar” la ciudad, de plasmarla, indudablemente va ligada a sus experiencias previas, a sus vivencias actuales,  a sus expectativas y sueños de futuro; pero también a sus lecturas e influjos culturales, de tal manera que esa ciudad que “toca”, dibuja o cuenta, necesariamente va contaminada de él, de todo lo que él es. Pero sin embargo, en los últimos tiempos se ha ido imponiendo una visión distinta de ciudad.

     Dice Orlando Mejía Rivera en su conferencia “Manizales y las ciudades literarias” (2003) que ya no es necesario alterar la historia, tal como lo hacían los grises funcionarios del “Ministerio de la verdad” de la obra de George Orwell 1984, dado que “existe una gigantesca y sutil “maquinaria del olvido” que convierte a los seres humanos en personas sin memoria” que viven el día a día evocando las imágenes de los noticieros de televisión y recuerdos prefabricados que asumen como propios. Esa ausencia de memoria auténtica de las personas se proyecta de alguna manera a los ámbitos de su hábitat y nos muestra una ciudad sin historia, uniformizada y repetida, que no identifica ni se identifica, urbes sin recuerdos, que Marc Auge llama como los “no lugares”, espacios que no dan identidad relacional ni histórica. Así son muchas de nuestras ciudades contemporáneas, lugares monocordes, anonimizantes, asígnicos; urbes en las que abundan las réplicas de un modelo de asunción del espacio público y privado semejante a otros tantos muchos en cualquier otro lugar del mundo. El ejemplo claro que señala Mejía Rivera es el de los centros comerciales modelo americano o “Shoping centers” , que son construidos como templos al consumo y al utilitarismo, endogámicos, cuya simbología no tiene claros referentes geográficos ni culturales; es la ciudadela de todos y de nadie, donde todos van a ser observados y son sujetos observables, donde todos van a consumir y a ser consumidos, donde todos van a ser devorados por hábiles estrategias comerciales que los impulsan a comprar con avidez los productos que se le ofrecen a sus indefensos ojos y bolsillos; porque como lo dice Michel Maffesoli, “la postmodernidad es la consumación y no el consumo. Es la obsolescencia de los objetos que son consumidos. Contrario a Baudrillard en el Sistema de los objetos, yo los propongo como un tótem en esta selva contemporánea. El consumo, en el sentido postmoderno del término significa la liquidación de las mercadurías y objetos en una calle de Nueva York o Japón; es lo que ocurre cuando no se tiene un reloj sino un montón de ellos, de forma que se configura la comunión en torno del tótem moderno...Es el retorno mágico del objeto, el sacrificio del objeto, como antiguamente.”. Pondríamos como ejemplo dos recientes obras en las que el protagonismo de ellas lo asume el centro comercial como tal y donde sus intérpretes principales, a pesar de no ser sujetos anónimos, deambulan por ellos como tales, casi automatizados y sometidos a las dinámicas propias del centro comercial. “La caverna” del premio Nobel portugués José Saramago y “De música ligera” y “Hotel en Shangri-Lá” el más reciente libro de cuentos de uno de nuestros escritores caldenses más reconocidos, Octavio Escobar Giraldo, son claros ejemplos de esa otra concepción de sociedad y urbe que estamos mencionando.

     Para el poeta la ciudad es un universo particular, con sus señas de identidad claramente establecidas, que es habitado por seres variopintos, dispares, solitarios, que se debaten en pos del amor, de la libertad, que luchan por sobrevivir y lograr cumplir sus sueños, que buscan y se buscan en cada espacio de la urbe que habitan. Y esta también es otra manera de caracterizar a la ciudad, como sus artistas la viven y la retratan. Es una ciudad influenciada por mis vivencias, son muchas ciudades en ella, porque desde que salí del pueblo, de mi mítica Marquetalia de la infancia, son muchas las urbes que han ido constituyendo mi “ciudad poética”, son decenas de ciudades en las que he vivido o por las que he pasado o con las que he soñado, que han dejado profunda huella en mi ser y en mi producción literaria: Don Benito, Badajoz, Mérida, Cáceres, Madrid, Manizales, Buenos Aires,  Nueva York, Porto Alegre, Rio de Janeiro, Lisboa, San Juan de Puerto Rico, París, Roma, Barcelona, Sevilla, Salamanca, Bogotá, Medellín, y otras muchas, explícitas o no en mi obra y en mis recuerdos.



     “La ciudad”, mi libro publicado por Editorial Manigraf en el 2001, tiene la particularidad de ser un libro-relato que narra la historia de un amor-desamor, que tiene como eje de ocurrencia una ciudad, o varias; mejor dicho, la historia se cuenta desde un bar de un centro comercial, siendo éste el altar donde se adora a los dioses de la modernidad. Y aquí vale la pena hacer una aclaración: antiguamente, más concretamente en el medioevo, el renacimiento, e incluso hasta el siglo XIX, el eje de la vida comunitaria era la plaza y el de la vida espiritual era la iglesia o la catedral. En una, la gente se relacionaba entre sí, llevaba a cabo buena parte de sus actividades cotidianas, comerciales, políticas, lúdicas; y en la otra, las actividades religiosas, de comunicación con su Dios, con la divinidad. De alguna manera, el centro comercial de hoy viene a ser la plaza de la antigüedad, y el bar, el lugar donde se comulga, el altar donde se adora a los dioses de la postmodernidad, tal como ocurre en “Playa de acero”, la inquietante novela del genial escritor de ciencia-ficción norteamericano John Varley.

     Pero debo decir, a continuación, que no me identifico en este libro, ni en general en mi obra, con el “spleen” parisino, ni con los congéneres “bodelerianos”; tampoco, aquí, con Neruda ni los poetas latinoamericanos mesoseculares cultores del versículo. Creo que es obvia la deuda con los “poetas malditos” del rock (Jhon Cale, Kevin Ayers, Elliot Murphy, Lewis Furey, Lou Reed, Jim Morrison) y otros menos malditos pero no menos grandes poetas del rock (Bob Dylan, Van Morrison, Leonard Cohen,Patty Smith);  y con la “Beat generation” americana (Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Lawrence Ferlingetti, Philip Lamantia). De Francia mi relación es con el surrealismo inicial de Breton, Eluard, Aragon y algo con Dadá. De España bebo en los surrealistas del 27 y los toques neosurrealistas de algunos de los de ahora (Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis García Montero, el José Hierro último y el Joan Brossa de siempre). Toques sutiles de Peter Handke y Evgeni Evtuchenko.  Diría que también hay huellas de la poesía en lengua portuguesa, de los ibéricos Nuno Júdice y Antonio Osório y especialmente de los brasileños (Murilo Mendes, Carlos Drummond, António Quintana, Joao Cabral de Melo Neto, Horácio Costa y los “Concretos”); no en vano viví un tiempo en Brasil y tengo algunos ancestros lusos, aparte de los colombianos. Los toques líricos, juveniles, cercanos a lo “naif”, corresponden a una línea que he explorado hace bastantes años y que me acerca a algunos de mis compañeros de hacer poético de Caldas (Flóbert Zapata, Uriel Giraldo y nuestro prematura y trágicamente desaparecido Orlando Sierra).

     Esta es una ciudad influenciada por el rock y aquí voy a hablar un poco de los poetas del rock ya mencionados. Y las influencias son notorias en algunos de los temas tratados, en ciertos componentes estilísticos, en la dicción y en el uso de bastantes citas tomadas de letras de canciones, que nos sirven como hilo conductor de la historia y como contrapunto parafrásico y recurso intertextual.

     El rock tiene tres grandes fuentes musicales: el blues, el country y el folk, y cada una de ellas tuvo su gran poeta: Robert Jhonson, Hank Williams y Woodie Guthrie, respectivamente. Son lo que podríamos llamar la santísima trinidad del rock naciente, tal como lo señala Alberto Manzano en un breve artículo reciente sobre “Los poetas del rock”. Aunque no podríamos olvidar a Fats Domino, Chuck Berry y Little Richard, como las primeras grandes estrellas de este movimiento que, como dijo Carl Belz, fue un movimiento que desde el principio resultó siendo una música de protesta violenta contra la música del pasado, fue un rechazo de los valores de las generaciones anteriores que habían estado expresadas por la artificialidad del Kitsch comercial.

<>. Hank Williams (“I’m so lonesome I could cry“).

Bob Dylan, tal vez el más grande poeta del rock y una de las voces más influyentes del ámbito musical mundial de las últimas décadas hasta el punto de haber sido candidatizado al premio Nobel, dijo hace algún tiempo: <>.

<>. Bob Dylan (“Ring them bells“).

<>. Bob Dylan (“The times are a changing” ).

<>. Bob Dylan (“Just like a woman” ).

Leonard Cohen el poeta del pop por excelencia, quien tuviera un gran éxito literario en los años sesenta afirmó:

<>.

<>. Leonard Cohen.

<>. De “Poema 36” en “La energía de los esclavos”. Leonard Cohen.

“El poeta está borracho./ Se pregunta qué/ escribirá la próxima vez”. De “Poema 89”, en “La energía de los esclavos”.

John Lennon nunca dudó: “Yo no escribo poesía, simplemente la canto. No hay tiempo para leerla, pero sí para escucharla”.

O tal como lo expresaría uno de los “poetas malditos”, Kevin Ayers, en su canción “¿Puedo?” (May I?) de su disco “Shotting at the moon”. <<¿Puedo sentarme a mirarte un rato?/ Me encantaría la compañía de tu sonrisa>>; o en su “Himno” de “Bananamour”: <>.

     Pero también “La ciudad” es una urbe influenciada por la filosofía de la “Beat generation” americana y de la cual hablaré brevemente para que sea comprendida mucho mejor su influencia en mi obra, sobre todo en la parte formal y estructural del libro:

     La palabra <<beat>>, según explicó John Clellon Holmes, novelista y crítico de la corriente, viene a definir un estado mental en el que el ser humano se ha despojado de todo lo innecesario, quedando receptivo ante la realidad circundante, pero a la vez impaciente por los obstáculos triviales. <<Ser beat, dice – es estar en el fondo de la propia personalidad, mirando hacia arriba>>... más en el sentido del filósofo alemán Kierkegaard, que del existencialismo sartreano.

     Jack Kerouac, creador de la denominación, explicó el carácter “beatífico” o “beato”, que está más relacionado con el adjetivo “frustrado” (por el estado de cosas) que con el de “derrotado”. También significa batir palmas o pulsar acompasadamente una música, y en este sentido es obvia su estrecha relación con la música, especialmente aquella corriente que apenas nacía al mundo, el rock y sus ancestros más cercanos.

     Gregory Corso se refirió con insistencia en su obra teórica, a la noción de “medida”  en poesía; la cual es señalada con claridad por Marcos Ricardo Barnatán en su “Antología de la Beat Generation” (1970): “Cuando surgió esta generación, algunos poetas de inspiración profética insistían ya sobre la imperativa necesidad de rejuvenecer los viejos stocks de versos yámbicos, introduciendo elementos de prosodia espontánea, “ritmo bop”, imágenes reales, sobre-reales, rupturas, golpeteos, medidas extáticas, largas vocales rapídicas lineales largas, largas y sobre todo: “alma”.

     El poeta se transformó en profeta, insiste Barnatán,  en espectador alucinado que deja en sus escritos un testimonio inaudito, el único válido, que resiste la falsificación o la engañosa historia que se quiso crear para condenarlos y justificar lo que muchos deseaban: <<extirpar este peligroso cáncer que atenta contra la sociedad>>.

     El <<beat>> con una filosofía propia que acepta y rechaza todo, se lanza a la aventura de lo desconocido, adoptando en cada momento la actitud que le parece más oportuna, huyendo de cualquier cosa que signifique una sujeción...

“El arte no debe sujetarse a nada”, decía Lawrence Ferlinghetti. Debía ser una propuesta individual y no colectiva, debía ser una protesta rebelde y no revolucionaria.

     Kerouac, refiriéndose a la estructura del poema, se mostró siempre enemigo de los intervalos <<que rompen las frases ya arbitrariamente entrecortadas mediante falsos punto y comas y tímidas comas, en la mayoría de los casos inútiles, sino vigorosos guiones que aíslan los momentos respiratorios (como los músicos de jazz, que recuperan el aliento entre dos largas frases) las pausas medidas que articulan la estructura de nuestro discurso>>:

     <<Idealmente –escribiría Allen Ginsberg -, cada línea de “Howl” –su poema más conocido y celebrado- forma una unidad respiratoria. Mi respiración es profunda, es la medida, la inspiración psicofísica de pensamiento contenida en la elasticidad de un soplo... y a pesar de todo es una consecuencia natural, el ritmo mismo de mi palabra intensificada, no el corto aliento de la frase de todos los días. Así encuentro yo mi voz más salvaje.>>. “La poesía es la articulación rítmica de la emoción. La emoción semeja un impulso que despierta en nosotros algo parecido a un impulso sexual...De hecho lo que acontece, lo que pasa, en la más favorable de las perspectivas, es que surge un ritmo preciso pero sin palabras precisas, salvo quizás una o dos, una o dos palabras clave que adaptan a él...”. Veamos a continuación algunos ejemplos de lo anteriormente señalado referente a la poesía “beatnik”:

Allen Ginsberg:

“Howl” (Aullido)

“He visto a los más grandes espíritus de mi generación des/

 truidos por la locura, hambrientos, histéricos, desnudos,

arrastrándose de madrugada por las calles de los negros

buscando la droga urgente imperiosamente,...

¿Qué esfinge de cemento y aluminio les reventó

   los cráneos y les devoró sus cerebros

    y su imaginación?”

“Canción”

“El peso del mundo

es amor.

No hay sosiego sin amor,

      No se duerme sin sueños de amor”.

“Kadish”

“Brinca en torno mío, mientras salgo y camino

 por la calle, mira hacia atrás sobre el hombre

 de la Séptima Avenida, las crestas de los edificios de oficinas...”

Jack Kerouac.

“Blues de la Ciudad de México”

“Me levanté y me vestí

  y salí afuera y me extendí

Entonces morí y me metieron

en un ataúd en el sepulcro,

¡Hombre!”.

Philip Lamantia

“La isla de África”

“…Todo retorcido río tira hacia abajo mi desgarrado cabello

hacia las sacudidas columnas del fantasma de la pirámide

….

y todos los turbios relojes tiran

de prisa su sirena emplumada espadas…”

     Pero volvamos a mi libro. La inclusión, de otra parte, de una serie de poemas de corte “naif” en “La ciudad”, por llamarlos de alguna forma, no es ni mucho menos, en este caso, un desliz o descuido del autor. Tienen toda su carga intencional en este libro. Pretenden ellos ser el contrapunto a los poemas más broncos y complejos. El urbanita que quiero mostrar es un ser que siente, goza, sueña, se ilusiona y no sólo se anestesia, sufre, fracasa o desvaría. Me parece que el toque juvenil de esos poemas van muy acordes con las preocupaciones de un grupo de lectores que me interesan para ese “libro”. Es hablarle de sus cosas, y el amor y lo “ridículo” de él es una de ellas, lo simple y cotidiano, es otra y el mundo de los bares una más. Pienso que por el bar (cafetería, café, pub, cantina, discoteca) pasa el eje de la ciudad actual, de la vida contemporánea, viene a ser el lugar de encuentro intimante por excelencia (más que el estadio o el centro comercial) de la gente, especialmente de los jóvenes; es la catedral sin clero pero con oficiante (el DJ, el barman) donde se rinde culto a los nuevos mitos y se comparten experiencias y sensaciones escuchando música, bebiendo licor, jugando a cualquier cosa, tocando, amando o departiendo simplemente con el resto de los concelebrantes.

     Quiero contar en este libro la historia de un ser que hace un largo recorrido por la ciudad, que se enfrenta a ella, a sí mismo y al mundo; que se apropia de ella recorriéndola y viviéndola, amándola, odiándola. Es un canto a la urbe y al ser que de ella surge y en ella se sumerge. Pero también la intención es rendirle homenaje a aquellas ciudades ya señaladas y a todos aquellos (artistas, amigos, personas) que han permitido mi crecimiento personal e intelectual o han posibilitado mi desarrollo artístico; es saldar mi deuda con ellas y ellos, simplemente.

     Es evidente que el libro tiene muchas citas, es cierto, y eso puede sonar excesivo, recargante, inadecuado. Pero aquí tienen toda la intencionalidad, podríamos decir que hay un uso racional abrumante de ese recurso, pero es que las citas buscan ser el hilo conductor del relato poético. Aparte del homenaje ya referido, pretenden servir de apoyatura y de recurso intertextual, tal como lo son los intertextos postmodernos, recurso estilístico usado con alguna frecuencia por los narradores contemporáneos, aunque no tanto por los poetas. Así concebidos, son parte integrante de la historia que se cuenta. Recordemos que en el bar o sus afines, escuchamos o leemos fragmentos de canciones, de  poemas, de relatos, de noticias; sentimos, decimos o pensamos, mientras departimos u oficiamos con los demás. Evocando a Joan Brossa, podríamos decir que todos los textos y las citas utilizados vienen a ser como una partitura que el lector no sólo debe descifrar sino también interpretar, ejecutar.

     El no uso de la métrica en la “genésica” poética de este libro también tiene su clara intención formal. Es probable que haya palabras mal usadas o (mal) gastadas; no, lo más seguro es que sí, pero eso forma parte de los riesgos de la escritura. Pero voy a intentar un breve explicación del porqué uso el verso libre en este libro y, en general, en mi poesía. Pues bien, uso el verso libre porque me siento más a gusto con él, lo tengo incorporado a lo que yo llamo mi mecánica creadora desde muy temprano, aún a sabiendas de sus limitaciones y dificultades implícitas. Finalmente lo que buscan la rima y la medida es musicalidad, pero comparto con los poetas de la “Beat generation” su afirmación de que ella también se puede lograr por otras vías alternas, usando otros recursos técnicos, como por ejemplo el ritmo y la cadencia respiratorias, que implica un esfuerzo adicional tanto para el creador-emisor como para el lector-escucha. Y en eso llevo trabajando mucho tiempo; por supuesto, no siempre con éxito.

     Soy de los que piensa que el poema no existe sólo para leerse calladamente, también puede y debe oírse, verse o tocarse. No en vano, como fruto de esa convicción, están mis múltiples experiencias en esos campos, mis recitales y exposiciones dando a conocer parte de esa obra: “Poemas mudos”, “Pañuelos poéticos”, “Poemas son”, poemas visuales y objetuales como las “Cartas poéticas”. Estos poemas propuestos deben ser leídos, oídos y también vistos; y si oídos, ojalá desde mi voz y el ritmo que les impone mi respiración; porque en ellos hay música y no necesariamente ella es siempre armónica; música de ciudad: rock, blues, jazz, tango... como elemento definidor de lo urbano y lo contemporáneo, a veces lírica, otras ecléctica, en veces introspectiva, anárquica, fatalista, exquisita e impresionista...

     Podría equivocarse el “lector” desprevenido, pero el libro tiene trabajo y bastante, aparte de asumir riesgos. Pero tal vez falte más y de eso que él podría llamar “mano dura”, más labor de pulimiento, de decantamiento. Hay palabras poéticas (mal)gastadas o abusadas. Lo que pasa es que he arriesgado tanto en otras partes que temo pecar por exceso (y tal vez falle por defecto). Es cierto que hay poemas que “están a falta de una vuelta de tuerca” o que tienen un final pobre y por eso tal vez ameritarían suprimirse o revisarse para una próxima edición del libro, pero, a pesar de que lo he considerado varias veces, he decidido dejarlos tal cual, porque esa imperfección es fruto y resultado de mis búsquedas formales y estéticas. Veamos a continuación una breve muestra de lo que he tratado de explicar en las páginas anteriores.

Muestra de “La ciudad”

Bajo tus pies la ciudad

     Bajo tus pies

la ciudad se abre

como un mero

accidente de asfalto,

y dudas si descender

a caminar al parque cercano,

o quedarte leyendo

a Iván Blatny

al borde del aire.

     Al final de la mañana

la luz se hace nostalgia

de la sombra

y te atreves por fin a cruzar

el umbral de la puerta de casa.

     En el paso de cebra

el ruido se te antoja

trágico

y cifras tu dignidad

en sonreírle al guarda de tráfico

que detiene los autos

levantando la mano al cielo

para que tú puedas

cruzar la calle.

     Y dudas si seguir

o regresarte a casa,

pero alguien que sale

sigiloso del museo

que hay en la acera de enfrente,

te dice al oído:

“Vengo de levantarle las faldas

a las Meninas del Prado

y de tocarle el culo

a una gorda de Botero.

¿Tú crees que soy feliz por eso?”.

Y recuerdo a Kevin Ayers,

porque muchas cosas pueden pasar

cuando vas por la calle.

     Me dijo hasta luego, tarareando

una conocida melodía

del músico de Soft Machine:

“Doctor Sueño,

si te pones esta gorra de plata

coseré a ella mi corazón

porque con esta gorra te pareces

a alguien que conocí en un sueño.

Lo que tengo es lo que anhelo;

ardo alegremente por los sueños.”

Levanto mi mano para decir adiós

pensando ¡qué loco está!,

y antes de subir al estribo del bus,

me grita:

“…Y no sé si hacer algo

o no hacer nada”.

     Velázquez debe estar confundido,

Botero ensimismado

y Ayers flipado.

Alguien ha robado los pinceles,

el bronce y la guitarra

que justifican el cambio del mundo.

La mano que oculta

el sexo de las muchachas en flor

se devela en mitad del sueño:

exige que abra de par en par

las puertas del corazón

a los inmensos pañuelos del olvido.

Y me recuesto sobre el asfalto

ebrio de dudas.

     ¿Porqué malgastamos el tiempo?

¿A qué tantas palabras confusas?

¿Qué quiero?

¿Adónde lleva este sendero?

“Este sendero no lleva a ninguna parte”,

me contesto sabiendo que la vida es breve

y que el amor es una estafa

como el agua turbia de la Cibeles

que anhelan mis labios resecos.

-¿Qué hago? ¿Qué hago?-,

me pregunto con insistencia,

levantando mi transparente cuerpo

del duro suelo por el que me arrastro.

     ¿Me vuelvo a casa?

Es indignante la lentitud

con la que se vacía

mi cuerpo

de la huella trágica

de los erráticos caminos andados,

del azar del agua en mi boca,

de las preguntas sin respuesta.

No ha sido abril bueno

para el amor,

y peor será mayo

para mis pies

si no le pongo orden

a este confuso caminar

de la memoria

y al monótono trasegar

                       de las preguntas

y los recuerdos.

     Amigo,

ven,

    vamos al bar,

será mucho mejor

tomarnos otra cerveza.

Dudar si hacer o no hacer,

me ha dado sed.

¿Cambiar el mundo

o cambiarnos nosotros?

¿Liberarnos de qué y para qué?

Ay, si en este momento

encontrara la respuesta,

amigo,

no sé qué haría con ella.

Salí a la calle

     Salí a la calle

y entré a un bar.

El camarero me ofreció un café

y me dijo que se llamaba Pedro.

No era una tarde maravillosa

y todo hacía presumir el tedio.

Pero llegaste tú

                     y le sonreíste al aire.

Desde entonces oigo el invisible

canto de tu sonrisa de olas

reflejado en el espejo

impaciente de mis deseos.

El me dice que volverás.

Pero yo ya sueño

                   con irme a buscarte al mar.

Nadie sabe tu nombre

     Nadie sabe tu nombre

ni a qué vienes a este bar.

Noche tras noche

la luna se refleja

en tu piel y hay peces

que brotan de tus manos.

Al final de la barra

tu mirada es transparente

                                 e infinita

y de soslayo deslumbra

y me seduce.

Pero a veces se doblega y cae,

se entrega,

más bien quiere huir;

otras, no se rinde,

se alza altiva,

se enciende

              y me castiga.



     Ven,

siéntate aquí a la orilla

de mis sueños,

y dime,

hay tanto que ignoro de tus ojos.

Quiero saber tu nombre

y abismarme en tus secretos.

Anda,

bebe del vino que me embriaga:

tú también ya

perteneces a la furia

de fuego

               de mis noches de insomnio.

Sus anillos

     En aquella cafetería

del Centro Comercial

le hablé de mis sueños

y jugué con sus anillos.

Pasó el café.

Se hizo un silencio largo y denso.

Evidentemente

no era un lugar

para hablar de sus anillos

y menos para jugar con mis sueños.

Tontos amores

Este tonto amor

me hace esperarte

toda la tarde

con cuatro rosas

entre los dedos

y mariposas verdes

                 sobre los párpados.



     Un café.

El periódico.

Y el camarero que me compadece

con su mirada cómplice:

Al mediodía ha escuchado

otros nombres salir de tus labios.

     Sabe que nunca vendrás,

y a pesar de todo

me acompaña en la inutilidad

                                de la espera.



     Ya lo sé,

es imposible que vengas,

pero es que hay amores así,

                         que esperan,

                                             tan tontos.

Metro línea 1 (A Tribunal por Sol)

     Estación Pacífico.

Bajo,

      por Doctor Esquerdo,

                                             números impares.

Bajo.

         Bajo.

                   Y sigo bajando.

Y más abajo el andén casi vacío.

Poca gente a mitad de la mañana:

                                          El antillano

que vende cigarrillos

                                de contrabando,

el cacereño

                    que pide monedas

para volver a casa desde Carabanchel,

el magrebí

                  que ofrece bolsos de cuero

con una porción incluida

                    de felicidad clandestina

y una chica de pelo negro

que barre el silencio del andén

                                  con sus ojos tristes.

Pocos somos a la espera,

cada quien con su sueño inútil

                                   de cada mañana.



     Thron.

                  Thron.

                                 Thron.

                             Ya viene el tren.

Subo.

  La miro.

              Me ve.

                         La miro.

                                    Me ve otra vez.

Corre su pelo de la frente.

Menéndez Pelayo,

                               Atocha.

La miro,

                me ve.

Toca su boca roja

y muerde sus dedos largos.

Antón Martín,

                     estación de paso.

Entorna sus párpados,

                    resbalan sus ojos,

                                          caen sobre mis pies.



     Bosteza.

Tirso de Molina.

Bosteza.

               Bosteza.

Se traga la luz.

Sol. Sol.

Thron.

           Thron.

                         Thron.

Se tambalea.

               En cámara lenta.

                                              Se tambalea.

Gran vía.

Dobla la cerviz.

                          Casi cae.

                                           Caaasi.

Duerme.

                  Duerme,

una siesta intocable de ave en paro,

                sin ojos y con sueños

                                        que nadie ve.

Duerme.

             Duerme.

                             Duerme.

La miro.

            Pero no me ve.

     Thron.

                        Thron.

                                     Thron.

Ya llega el tren.

Casi nadie en el andén.

Tribunal:

            estación final.

Subo.

         Subo.

                       Subo.

Y más arriba,

                   me pregunto, ¿adónde voy?

¿Tú no sabes

                 quién es, quien soy?

¿Tú no sabes

                   quién o qué la despertará? 

La miro;

                    ¿me ve?

Sueña.

           Sueña.

                          Sueña mujer.

¿Quién eres,

                   quién?

¿Será que nunca despertarás?

Sueña.

            Sueña.

                         Sueña mujer.

Que yo ya nunca podré saber,

       si eres sueño,

fantasma

                 o ebriedad.

La miro;

                me ve.

Adiós. Adiós.

                  Que te vaya bien.

En las nubes

Dicen que Sven murió la semana pasada.

Metía mucho alcohol y mucha heroína.

Soñaba un cielo azul

Y una ciudad de edificios blancos.

Fue una inyección en las venas.

En la ambulancia

le dijo a la enfermera “te amo”

y le oyeron cantar “with or without you”.

Mucho alcohol, mucha heroína.

Cerró los ojos

y se sintió como un árbol

atravesado por cuchillos blancos.

Ella le dio un beso

en mitad de sus sueños ensangrentados.

Mucho alcohol, mucha heroína.

El doc le dijo

sueña con un potrero lleno de naranjas.

Soñó con esto, el cielo, la ciudad y la enfermera,

pero el hospital era triste, muy triste.

Demasiado alcohol, mucha heroína.

Cansancio de ciudad

     Estoy  cansado,

muy cansado,

                     cansadísimo,

como estos gastados zapatos

de los que hace años

abuso caminando por la ciudad.

     Cansado,

                       de arrastrarme

pesadamente

por las calles

                   y los días,

sin norte,

buscando el Paraíso

en un parque,

                     el amor en los bares

que frecuento

y la libertad

en las ventanas

                        que abro

al crepúsculo

          de todos los atardeceres.



     Cansado,

de subir y bajar

                        a los trenes,

a los autobuses,

                 a los edificios,

de trepar pesadamente

                 las largas escaleras

que llevan

a la pequeña buhardilla

donde siempre

           caigo rendido

                    a la evidencia

del naufragio

de las jornadas en vano.

     Cansado,

de imaginar el Paraíso

y asombrarme de no encontrarlo,

de esperar

a que llegue el amor

y nunca llegue;

en fin,

cansado de vencerme

en el agónico aletear

de los sueños

                y de los llantos

y de despertar

     necesariamente

porque se acabó

la noche y ya viene

el tener que caminar

sin sentido,

            otra vez,

por las avenidas

y las horas vacías

con estos gastados zapatos

que se agobian

de asfalto,

              de sudor

                              y de tedio;

y es que ya ves,

se han quedado sin suelas

de tanto arrastrarse

               por las vertientes inciertas

del tiempo,

                 de los fracasos

                                        y de las penas,

es preciso decirlo,

sin encontrar jamás,

la ruta cierta que lleva

al amor,

           al Paraíso

              o a la libertad.





     Entonces, contra esas ciudades “no lugares”, monocordes, sin identidad, el autor propone una urbe afirmada en sus espacios y su historia, plagada de experiencias personales y colectivas, hecha de sueños y esperanzas, algo así como una Itaca configurada en los versos de Kavafis o en la voz y la música de Lluis Llach, una ciudad hecha de múltiples ciudades vivenciadas y soñadas, que la signifiquen y caractericen y, sobre todo, que sea el espacio, el momento, el camino, para llevar al ser humano al amor, al paraíso y a la libertad.

Antonio María Flórez Rodríguez. En Bogotá, a los 30 días del mes de octubre del 2003.

[1] El carácter de recepción de las obras de estos autores se encuentra fortalecido por las diversas miradas y diálogos que desplegaron los Colombianistas Norteamericanos, en especial Raymond Williams, Jonathan Tittler y Kurt Levy. Sigue a esta labor los trabajos personales y de compilación de la profesora Luz Mery Giraldo: La novela colombiana ante la crítica 1975-1990 (Universidad del Valle/Universidad Javeriana, 1994). Se destaca el publicado por Procultura/Planeta en dos tomos, Manual de Literatura Colombiana, 1985. Asimismo resulta importante la labor investigativa y de inventario realizada por María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela I. Robledo, publicado en tres tomos por el Ministerio de Cultura en el año 2000, bajo el título Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo XX. Vol I: La nación moderna. Identidad. Vol. II: Diseminación, cambios, desplazamientos. Vol. III: Hibridez y alteridades.

Aquí, por supuesto, cabe resaltar la labor investigativa de las maestrías en Literatura de las universidades de Antioquia y de la del Valle, al privilegiar un diálogo permanente y renovado, desplegado en revistas especializadas, en torno a la literatura que en buena medida fuera opacada por el fenómeno García Márquez.

[2] Algunas de estas características culturales y sociales que enmarcan las propuestas de los narradores colombianos, las subrayan dos protagonistas de la literatura más reciente: los médicos y escritores manizaleños Orlando Mejía Rivera y Octavio Escobar Giraldo, en sus artículos “La generación Mutante” (Estudios de Literatura Colombiana, Revista de la Maestría en Literatura de la Universidad de Antioquia, No. 4, enero-junio de 1999) y “Aproximación a la narrativa colombiana de fin de siglo” (Revista Nueva Metáfora, No. 1, Universidad del Valle, septiembre de 1999).

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HIPERTEXTO, LITERATURA Y CIUDAD. Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz.

Mié Oct 29 , 2003
Profesor Asociado del Departamento de LiteraturaUniversidad JaverianaDoctor en Filología de la UNED INTRODUCCIÓN La relación entre hipertexto, literatura y ciudad propuesta aquí, nace de las ideas expuestas por Jean Clement en su artículo: “El hipertexto: una enunciación pionera”. Clément plantea que, desde el punto de vista comunicativo, el hipertexto constituye […]

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