ESCRIBIR LA CIUDAD. Luz Mary Giraldo

No todos viven en la misma ciudad: hay calles donde cualquiera es extranjero, y próximo a entrar en mapas de olvido.

                                                                             Juan Manuel  Roca

Todas las calles que conozco/ son un largo monólogo mío.

                                                                 Rogelio Echavarría

A veces, ciudades diversas suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales el acento de las voces e incluso las facciones. Pero los dioses que habitan bajo los nombres y los lugares se han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros.

       Ítalo Calvino

                      ¿Cuál de las muchas representaciones de cada ciudad, escritas a lo largo de la historia de la literatura colombiana, se acerca más a la realidad? ¿Son reales las ciudades imaginadas? Mapa, croquis, ruta, escenario, calle, casa, salón, lugar, sitio, habitante, ciudadano y transeúnte son, entre otros, maneras de ver, ser, estar y aproximarse a una ciudad. Además de convocar diversidad de escrituras y formas, la ciudad es no sólo un lugar sobre el que se escribe o se construye y suceden cosas, sino es una entidad que se formaliza, se usa, se formaliza, se dice, se nombra y se transita.

Durante mucho tiempo se ha reconocido a la ciudad como el lugar donde todos los caminos se cruzan, y en los últimos años, tanto la literatura como diversas ciencias sociales y humanas se han ocupado de estudiarla, analizarla y comprenderla, identificando los modos de vida y de comportamiento que propicia, las relaciones establecidas por sus habitantes o sus transeúntes y sus expresiones artísticas y culturales. Es evidente que además de ser espacio construido y poblado, es cuerpo complejo que va más allá de los límites geográficos y demográficos. Resultan insuficientes las definiciones que la muestran como un “conjunto de calles y edificios”, y a su habitante, el ciudadano, como “natural o vecino del lugar”. Ciudad es utopía, es decir “no lugar” y lugar al mismo tiempo. Universo recuperado por la literatura que al recrearla, la guarda en la memoria, restaurándolo, inventándolo, revelándolo.

Relacionadas a sus variados contextos[1] se diversifican su concepción y sus imaginarios, nutridos a su vez con las versiones expresadas por la literatura, las artes y las ciencias. Así, por ejemplo, el arquitecto Rogelio Salmona dice de ella que además de ser lugar para la cultura, centro de investigación tecnológica y motor de la economía, “es el espacio público por excelencia”, entendido no como “no una retahíla de edificaciones”, sino como “la creación más espiritual de nuestra civilización y, con el lenguaje la más grande obra de arte creada por el hombre”.[2] Richard Sennett la reconoce como “carne y piedra”, arteria o vena, cuerpo que se adapta o se desprende de sus espacios y genera actitudes y comportamientos, mostrando al individuo haciendo historia. Cuando Marc Augé analiza los “espacios del anonimato” en oposición a los domicilios y lugares domesticados, los destaca como instalaciones necesarias para la circulación de usuarios de la ciudad (rutas, estaciones vehículos terrestres o aéreos), mientras Javier Echeverría la revisa desde lo cosmopolita doméstico, reconociendo que las telecasas ”no son sino prótesis tecnológicas adheridas a hogares tradicionales”, desde las cuales la civilización entra en el domus “en dura pugna con las culturas locales, abriéndose al pasado y al futuro y proyectándose hacia otras maneras de entender las relaciones entre los seres humanos” (199). Siguiendo los postulados de El principito de Saint Exupery, Juan Carlos Jaramillo destaca el estado tenso entre domesticación e invasión que viven y padecen las ciudades[3]. Un lugar vacío indica el significado de habitar (dar vida y calor, ser sin olvido)[4].

Desde la poesía, Dionisio Cañas y Gastón Bachelard ven su significación en la obra de los autores, tanto en el paisaje urbano y la multitud humana que circula por sus calles, como en las ilusiones y los “ruidos oceánicos”. Para el caso latinoamericano, José Luis Romero reconoce vínculos profundos entre las ciudades, las ideas, las sociedades y las creaciones, y Armando Silva afirma de ella que “es también un escenario del lenguaje, de evocaciones y sueños, de imágenes, de variadas escrituras” de un mundo que de manera colectiva, lenta e incesantemente “se va construyendo y volviendo a construir”. Ángel Rama entendió que el debate de lo moderno en nuestros países tiene como núcleo la ciudad, camino para construir nación y civilización. Se ha afirmado que hay ciudades tan arraigadas a la obra de un autor que el escenario llamado real pierde fuerza frente a la intensidad de lo literario[5]. Si la ciudad contribuye a la definición de la mentalidad urbana, la literatura expone sus imaginarios, conserva y genera memoria y suscita sentido de nación. La literatura, pues, cuando se propone una ciudad, va más allá del escenario y llega al lugar, locus o situs, espacio vivido en la temporalidad que otorga el relato desde el sentido del mismo texto. José Maria Montaner[6] afirma que “cada ciudad se ha ido construyendo a partir de choques y superposiciones de distintos modelos”, y reconoce que en las últimas décadas “las denominaciones que la disciplina urbana ha lanzado para identificar los fenómenos metropolitanos han aumentado” obligando a aceptar su propia fragmentación y “abandonar toda premisa reductiva y unificadora”. Cada cual reconoce que ciudad es lugar, hábitat, ser y estar, cada vez más diversificado en la interacción de lo privado a lo íntimo de las exigencias tanto individuales como colectivas.

Son muchas las ciudades literaturizadas: Benjamín habló de París como “aquélla ciudad que le enseñó el arte de extraviarse”. Frente a la misma ciudad y ante los restos de la lluvia y las cosas grises, Baudelaire cantó lo más oscuro de sus calles y sus gentes, los escenarios sin verdor donde se levantan “la atrofia del espíritu” y “el predominio de la materia”, y definió la modernidad y sus contrastes. Kafka recorrió Praga y sus extraños laberintos; Dickens hace recorridos por Londres; Hugo por el París de los miserables; Proust por el de la exquisitez y la nostalgia; Pessoa sugiere la ciudad del “vagabundeo hoja”; Jaime Gil de Biedma la Barcelona de los puertos y los barcos. Con Alberti se vive Nueva York que cae “a mares desde los rascacielos”, Pound la convoca en su “millón de gente aturdida de tráfico” y García Lorca la canta como “un rumor de troncos y ascensores”.

Buenos Aires es distinto en Borges, Cortázar y Sábato; Montevideo no es igual en Benedetti, Onetti o Peri Rossi; Chile no es la misma en Donoso o Jorge Edwards y Bogotá es una y otra, según sus autores: Montserrate está frente a un mundo de contrarios “donde la vida da tumbos” (Alvarado Tenorio), “siempre a punto de parecerse a algo” (María Mercedes Carranza), “acurrucada en un rincón del frío” (Cobo Borda), con una bruma nórdica en los Cerros o una tenue llovizna entristecida, sugiere Jorge Guillén. La plaza del centro no es ya su único centro: hay movimiento en los cuatro puntos cardinales, tierra y gente desplazada, intriga y desafío, miedo y peligro, música y ruido en el día o la noche, encuentros y desencuentros, arte y borrones. Construyéndose a diario se hace, se deshace y rehace todos los días y la memoria literaria contribuye a su permanencia y la sostiene. Cada ciudad es distinta, a tenor de quien la vive o la recrea.

Si nos aproximáramos a Bogotá, es bien sabido que como cualquier otra urbe que se acerque a la complejidad es y ha sido en la literatura un trepidante sonido de sucesos realizados al unísono. Algunos narradores proponen recorridos por sus calles mediante una serie de analogías que aluden a la mujer o a lo femenino: “una mujer largamente codiciada” que entrega “sus mejores favores” dice en algún lugar Mario Mendoza; una mujer que a la vez representa “todas las mujeres”, se lee también en Nicolás Suescún. Un lugar de “calles ajenas”, diría Flor Romero, donde la expectativa cotidiana señala el riesgo en el “prohibido salir” que, en el caso de Consuelo Triviño se entiende como peligro y extrañamiento, o una sociedad que estigmatiza definiendo como “pobre diablo” a aquel que económicamente es un “pobre fracasado”, como se indicaría en una de las novelas de Luis Fayad. Pero la música también define a las ciudades, así como el ruido, la noche, la violencia, el miedo, el tráfico, la soledad… estaríamos hablando de ciudad como estado mental, lugar interior, pues si unos husmean en sus escenarios de multiplicidad y pluralidad donde en inversión de valores se dan lo tranquilo y lo peligroso, lo espléndido y lo mísero, la quietud y el caos, en un anonimato que desde el vagabundeo muestra el vivir o el sobrevivir, el huir o el enfrentar, otros la presentan como un lugar donde se realizan el principio o el fin de los tiempos o el bien cultural que permite la erudición y el conocimiento. Ese abanico de posibilidades la revela una múltiple: gran espectáculo donde cada espectador o autor vive la función que su experiencia proyecta o selecciona desde lo íntimo, lo privado y lo público, rev[b]elándose, en fin, como un performance cargado de sentido.

Hay una línea subterránea que une historia y ciudad y secretamente traza vínculos entre diferentes imaginarios. Es indudable que las ciudades tienen historia y las historias tienen ciudades, que ellas hacen a sus habitantes y que ellos las definen. Recordemos que el ser humano es arquitecto, “proyectista” y artífice de su espacio y de las posibilidades de su mundo; la ciudad concierne directamente al ser del hombre”, pues implica su destino. “¿En qué medida el ser del hombre no es sino lo que se muestra en la dimensión de la ciudad?”, pregunta Zarone (9). Articular algunas de estas premisas en un estudio sistemático de la narrativa colombiana es tarea que está en mora de hacerse.

La ciudad podemos verla en el tiempo y con el tiempo: narrada desde la cercanía o la lejanía de determinados hechos, escenarios o situaciones que representan el pasado o el presente, imaginada en su futuro a través de formas o situaciones de la modernidad y/o la modernización, o recreada desde el ‘vaticinio’ de su deterioro o de la permanencia de ciertas circunstancias que muestran “las marcas del pasado”. Reconociendo en las diversas imágenes de la ciudad el centro o los centros, podríamos abordarla también desde los márgenes señalados por migraciones y desplazamientos, o advertir en su truculencia e inseguridad la crisis de sentido y otras realidades que concentran los modos de vivirla o concebirla, de localizarla o deslocalizarla.

Según las generaciones éstas representaciones estarían orientadas desde la perspectiva del pensamiento moderno que busca postulados utópicos y búsqueda de sentido, desde un espíritu de transición que refleja desencanto y sentido crítico, o desde la actitud posmoderna que con escepticismo y perplejidad reflejan la aceleración del tiempo histórico, la cultura de la imagen, la multiplicidad, la inmediatez y la truculencia.

La ciudad en el tiempo y con el tiempo

Cada época ha tenido su forma de concebir ciudad, pensamiento, ideología, expresión y escritura. En el caso latinoamericano, a imagen y semejanza de las ciudades españolas se crean nuestras ciudades coloniales, e imitando formas o modos de pensamiento de la Europa de los siglos XVIII y XIX, surgen nuestras ciudades criollas y burguesas de aristocrático gusto inglés o francés y de apertura al cosmopolitismo. Dada la movilidad social, cultural, política, racial e ideológica de nuestros países, con los nuevos intercambios el siglo XX surgen ciudades más heterodoxas que alcanzan dimensiones metropolitanas en las que se encuentran con zonas marginales y periféricas. El resultado muestra interesantes hibridaciones. Nuestros escritores de diferentes generaciones la han recreado o inventado según su tiempo y su medio y de acuerdo con imaginarios individuales, nacionales y colectivos. En su diversidad de imágenes muestra, al comienzo del siglo XXI, un notable y vertiginoso cambio de valores y conceptos que convergen en la expresión de crisis de la modernidad y resuenan en la llamada aldea global.

Refiriéndose a distintas “ciudades literarias” representadas por autores europeos, latinoamericanos o colombianos, Fernando Cruz Kronffly afirma que la ciudad refleja su ser más allá de la “instalación física” y del “sujeto que la habita”, pues es “una estructura eminentemente cultural”. Y destacando algunas obras, reconoce el espacio evocado, el lugar del transeúnte, la ciudad de la utopía y del deseo, la que es fuente de sensaciones, la de la crisis de sentido y la cultura del crimen. Reitera que en cada época y en cada cual ella “deviene cambiante y es históricamente relativa a las racionalidades éticas y estéticas que imponen las generaciones” [7].

  1. Una y múltiple
    En los últimos años las representaciones de la ciudad han sido inquietantes y extremas, pues se rememora desde el pasado más lejano hasta el inmediato presente. Es fácil ver tanto en la vida diaria como en la literaria, que las ciudades latinoamericanas han pasado de ciudades hidalgas a ciudades globalizadas; es decir, de una ciudad colonial construida con base en una traza reticular articulada, como en el caso de la capital de la República de Colombia a la Plaza Mayor y la Plaza de las Hierbas, con calles estrechas y oscuras atravesadas por caños abiertos que en su tiempo impedían el tránsito de carruajes, y donde se movilizaban indígenas, españoles, mestizos y criollos, a una ciudad con múltiples centros, diversidad de razas y culturas, dinamizada por todos los medios de comunicación contemporáneos y abierta a la renovación y el cambio, aunque permanentemente amenazada por el estancamiento. Puede verse que a principios del siglo XVIII se abre la primera biblioteca pública, que en siglo XIX la supresión del régimen colonial “introduce la legislación francesa municipal y los principios republicanos propios del sistema de democracia representativa”[8], se declara capital del país en 1821, entra en una fase de “modernización” disponiéndose más al comercio, lo que se evidencia en la construcción de pasajes con tal fin, a la construcción del alcantarillado, de vías orientadas de norte a sur y de oriente a occidente llamadas respectivamente carreras o calles, al inicio del telégrafo y la inauguración del tranvía, a la creación de la Universidad de los Estados Unidos de Colombia (1867), a la inauguración del Teatro Colón, etc. Aunque a comienzos del siglo XX aún conserva una fuerte herencia colonial, muestra el inicio de su crecimiento urbano constante presentando cambios sustanciales: construcción más lineal, desarrollo industrial (bebidas y alimentos: cervecería, chocolatería, industria de harina), de la industria textil y de calzado, producción de cemento, ampliación de servicios públicos (acueducto, alcantarillado, telégrafo, teléfono), instalación de la Academia de la Lengua, construcción de mercados, hospitales, edificios bancarios, construcción de barrios y avenidas por donde transitan no sólo el tranvía sino automóviles y otros automotores, en fin, dejando ver su expansión económica, cierta reticencia a la modernización, el desarrollo de sus diversas periferias acompasado con el crecimiento vertiginoso posterior y grandes conflictos sociales desprendidos también del desplazamiento del campo a la ciudad.

A fines del mismo siglo y comienzo del XXI, la llamada Atenas suramericana[9] se ha desplazado a una ciudad más caótica que muestra grandes zonas periféricas y muchas formas de socialización y movilidad urbana. La violencia rural y partidista de mitad del siglo, que favoreciera la migración campesina, y el desarrollo de la vida moderna que convirtiera a la ciudad en un lugar ideal para vivir, trabajar o estudiar, también trajo consigo el favor de la creación artística y una toma de conciencia tal que, por ejemplo en 1940, genera el primer Salón de Artistas Nacionales, la creación de la Radio Nacional, la difusión de reconocidas radionovelas, la fundación de nuevas universidades y reconocidos centros de estudio y de cultura, evidenciando una ciudad mucho más metropolitana definida como Distrito Especial.

Avanzado el siglo, desaparece el tranvía y se construyen autopistas y avenidas que agilizan las vías de acceso a diversos sectores, se construyen nuevos barrios, ciudades satélites, centros habitacionales y comerciales, se amplía la visión de la imagen y lo publicitario, así como su población. Reflexiones semejantes encontraríamos en otras ciudades colombianas, dejando demostrado que Bogotá no es sólo ciudad de los bogotanos sino de todos, ciudad de ciudades y con ciudades, termómetro de los acontecimientos del país, repetida culturalmente en grande o en pequeño en otras, es decir, localizada y deslocalizada con el agregado de identidades regionales.

Receptora y productora de conflictos históricos y políticos, de crisis de sentido, de violencia y crimen, de vértigo, de música y ruido, levedad, gravedad y multiplicidad, pues de la Colonia a nuestros días no solamente muchas cosas han cambiado, sino los imaginarios y las representaciones han variado. Ya no es la ciudad ideal para vivir como algunos la desearon en el tránsito del siglo XIX al XX y tampoco es la devoradora y alienadora que de puertas para adentro y en breves recorridos exteriores mostró José Antonio Osorio Lizarazo en la primera mitad del siglo anterior. Muchas cosas han transcurrido desde la ciudad recreada por Rodríguez Freyle hasta la de Próspero Morales Pradilla: el primero la mostraba como lugar para la aplicación de la justicia en medio del chismorreo y la doble moral de las sociedades coloniales, y el segundo, casi 350 años después, dejando ver la época, la sociedad, el entramado cultural y moral de su tiempo, desde una sensibilidad contemporánea que “destapa” cosas escondidas en la Colonia. Muchas otras se han visto desde que Cordovez Moure destacara los hábitos y modos de vida de la sociedad santafereña, que en los preámbulos de la Independencia emulaba los modelos europeos, no muy distantes a los que nos reflejara cargado de violencia e intriga 200 años atrás el cronista de nuestra colonia, o a los que reinterpretara y recorriera Germán Espinosa en los albores del siglo XXI. Muchas cosas más se han dado después de que José Asunción Silva en la sala-mundo de su novela, hiciera de ella una Arcadia cultural para las buenas costumbres y las bellas artes, a la manera de la sensibilidad y las normas parisinas y londinenses de fines del siglo XIX, destacando ese eurocéntrico “espejo ausente” que se ha sostenido como modelo fundador, y que otros autores la han reconocido entre la parodia y la mimesis.

Propuestas de escritores que ven en ella la ciudad de la seudo aristocracia intelectual, la de las mujeres, la “apenas suramericana”, la letrada y escrituraria de políticos, gramáticos y diplomáticos, de impostores e imposturas, de la meritocracia y la coñocracia; la ciudad cifrada en la reconocida imagen de un mandatario en decadencia, que ajeno e imperturbable ante la destrucción de la patria se refugia tras los balcones de la casa presidencial, no sin antes posar frente a las ruinas del Partenón criollo. Cercana a las parodias y folletines de los empleados oficinescos (Fanny Buitrago), al decadentismo de una burguesía sin remedio ni causa suficiente (Antonio Caballero), a la sociedad de “los elegidos” que cultivan el distanciamiento social a desmedro de su propia lengua (López Michelsen), a la de las ‘cacerías de brujas’ con militantes y ‘desaparecidos’ (Collazos) a la de los indigentes del casi extinto Cartucho y lo demoníaco de Campo Elías que se abre camino en 1991 con La tragedia de Belinda Elsner de Germán Espinosa y llega la máximo en Satanás (Mendoza, 2002). Cercana y lejana a la de los periodistas judiciales que investigan asesinatos en sus calles truculentas (Espinosa, Gamboa), a la de maravillosos ángeles exaltados en barrios del sur o a la de los hijos del desplazamiento (Restrepo) o a la de Ciudad Bolívar y sus amarguras e ilusiones construida con desplazados, así como con las huellas de la memoria individual y colectiva que recoge Arturo Alape, al cerciorarse de lo que en ella han significado social y políticamente agonía, muerte y olvido. Hay una Bogotá con malecón, escéptica y dolorosa en la vida de jóvenes envejecidos (Chaparro Madiedo), otra de empalados y crímenes cuyas investigaciones son irresueltas (Gamboa), otra de intransitables vías, atascos y desórdenes (Bibliowicz), está la de los Drag Queens y su doble vida (Sánchez), la de los noticieros y la farándula (Ricardo Silva), la del centro comercial o la “nueva caverna” (Octavio Escobar), la de la opulencia y la de la miseria, la del desempleado y el estudiante, la del día o de la noche. Sin embargo, la ciudad que representa un autor no solo habla de ella, sino de la imagen que de ella éste tiene, a tenor de su propio origen, de su historia personal, de sus condiciones sociales y culturales, de sus lecturas. Y sin embargo, también las ciudades colombianas se parecen entre sí, salvo lo excesivamente regionalista, así como las latinoamericanas tienen puntos de encuentro y hoy la globalización hace que la ciudad sea una coordenada que ha roto sus límites y cada ciudad literaria puede ser cualquier ciudad.

Una y múltiple, la ciudad de los grandes escenarios políticos, sociales y culturales se despliega entre el individuo y la multitud, repitiendo la idea de Italo Calvino en sus Ciudades invisibles: “A veces, ciudades diversas se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí”.

Si la ciudad se ha ido escribiendo en la literatura desde los tiempos de la Colonia, afianzándose en el siglo XIX y definiéndose en el XX, hay que recordar que de las diversas miradas sobre ella, la de inmigración y el desplazamiento cada vez cobra más importancia. Se trata de la ciudad del transterrado y/o el desterrado, como en el caso de inmigrante judío o los descendientes de polacos que dan testimonios de la formación de la ciudad masificada e industrializada, abriéndose camino en un ambiente de tramitadores y traficantes, “nostalgiando” la tierra que ha quedado atrás, como suele leerse en los relatos de Salomón Brainski, Azriel Bibliowicz o Esther Fleisacher. Así mismo, en la construcción e incorporación a otra ciudad-sociedad se lee en determinadas obras de Gabriel García Márquez, Meira del Mar, Luis Fayad y Fernando Iriarte en el caso de las diversas migraciones de sirio-libaneses, aportando a la construcción de nación y cultura diversa, como igualmente puede verse desde la perspectiva de la ciudad reconstruida simulando la lente del europeo, como desde fines del siglo XIX se vio en Silva, posteriormente en Pedro Gómez Valderrama, Alfonso López Michelsen y Ricardo Cano Gaviria. La del desplazado es de otra manera conmovedora: también transterrado, se le encuentra en las páginas Osorio Lizarazo, ligadas a la historia política y social de comienzos de siglo, al campesino que busca lugar a causa de la Guerra de los Mil días, a la de la idea de progreso económico y social, o a la del bogotazo, prolongándose en la más reciente literatura colombiana, en ciudades espejo y reflejo de la violencia y el horror. Desplazarse por el mismo país o hacia otros países con la ciudad a cuestas, ya es un registro consignado entre ciudad y literatura.

Evidentemente la toma de conciencia de la escritura de la ciudad en América latina no es la misma en los autores que entre los 60, los 70 y comienzo de los 80, en una clara actitud de ruptura ante los modelos inmediatos buscaron una retórica diferente para hablar de su mundo y sus habitantes cotidianos, frente a la de los narradores que de los 80 al 2003 muestran otros ángulos. Los primeros debieron “conquistarla” en una escritura distante de lo rural y/o lo hiperbólico y dando testimonio de su causa utópica, buscaron distintos escenarios que mostraran la lucha de clases, ingresaron en espacios populares y universitarios, en ambientes burgueses o en sitios públicos, recorrieron calles y consignas, alternaron entre el desarraigo y la búsqueda de sentido explorando una palabra más próxima a lo urbano y sus modos de vida. Talvez los que se manifiestan en los 90, producto de la cultura de la imagen y el vértigo, hijos de los hippies, como dice un joven escritor argentino, menos futurista y más presentistas, la recorren con escepticismo e intensidad en lo abrupto e inmediato, sin rendir tributo al pasado ni esperar nada del futuro, siendo común en ellos la intensidad vital y la agonía unidas a lo truculento, a lo leve, lo visual, lo diverso y lo vertiginoso, premisas de la transitoriedad y la celeridad del tiempo histórico[10].

Al entrecruzarse y mostrarse como focos aislados de la fascinación o la catástrofe, se constata que ese “mosaico de territorios”, espacio organizado o enorme “cacofonía” que afecta lo visible dejando huellas e indicando que se tiene necesidad de la pluralidad de las diferencias y “de ese enmarañamiento”[11] que va del centro y sus centros a las márgenes.

  1. Del centro a sus márgenes
    Los imaginarios reflejados en las ciudades latinoamericanas escritas han movilizado el centro y sus márgenes, en una suerte de desplazamiento: de Europa a América, de la civilización a la barbarie, del campo a la ciudad, de lo político a lo apolítico, de lo social y normativo a lo marginal y periférico, del recogimiento a la estridencia, de la quietud al desasosiego, en fin, produciendo visiones contrarias y representativas. De ahí que en el caso de la ficción literaria la ciudad sea algo más que un tópico, un tema, un escenario o un telón de fondo. Corresponde a un modo de vida, o a una actitud mental, que hace o ha hecho historia y se expresa según diversas concepciones. Las ciudades escritas son alusivas y se disparan en extremos y tienen como punto de partida un ideal, de cuyo quiebre surgen las ciudades de los sonámbulos, querellantes y desafiantes, diría Isaac Joseph. Esa ciudad inicial alude a un espacio o época ideal que puede proyectar un mundo feliz y perfecto, propio de los arquetipos míticos o de mundos letrados y cultos. El paradigma es una Arcadia, como tal lejana, a imagen y semejanza de un mundo perdido o de un centro ausente que corresponde a un deseo, un no lugar. Las de los sonámbulos son ciudades cuyos individuos, ciudadanos o transeúntes en actitud alerta “apuesta[n] por la proliferación infinita entre las asociaciones entre las ideas y entre los hombres, apuesta[n] por la profusión cualitativa de las formas por más que éstas resulten precarias” (Joseph: 16-17), entendiéndolo como un ser en relación con el afuera, donde se debate la fenomenología del espacio público.

Las de los querellantes se reconocen en los lugares del homo viator, ese ser que en ellas transita busca, aprende, aprehende, vive, se angustia o se solaza como viajero y caminante que entra en relación con el otro. Si el anterior alterna con el espacio público, éste lo hace con los individuos. Propicias a la recreación de épocas contemporáneas o lejanas, se destaca en ellas la idea de progreso en su desarrollo urbanístico, arquitectónico, social o económico, la mutación de valores, la dinámica cultural, la movilidad de sus estructuras, las nuevas o antiguas formas de vida, expresión, conocimiento o comportamiento. Son ciudades con historia, en las que desde la literatura se da una tácita invitación a recorrer sus escenarios, a conocer la vida social y política de otras épocas, las modas y modos, las formas de pensamiento y expresión. Propias de determinadas generaciones con reconocida trayectoria y en marcha, priva en ellas la actitud crítica y contestataria.

Las ciudades desafiantes son más propias de generaciones más recientes y próximas al momento actual; aquellas que han sido definidas como las del crack, el boomerang o McOndo (sin alcanzar aún una denominación común en los distintos países de nuestra América), en las que desde un espíritu de época se muestra el gusto por la velocidad, el exceso, el vértigo, el desarraigo, lo huidizo, las sensaciones intensas, la ausencia de compromiso[12].

Es indudable que esa diversidad muestra el carácter fraccionado de la ciudad. Nunca como ahora la cultura urbana estuvo tan fragmentada y polivalente, viviéndose en el caso colombiano desde particularidades extremas que responden a diversas formas de violencia e insatisfacción. Ese movimiento se representa en la ciudad de la escritura entre un centro tradicional (lo institucional localizado en determinadas zonas y a la vez clases que conservan nexos con la cultura letrada[13]) y sus márgenes: el sofisticado mundo del conocimiento y la tradición cultural de la Atenas suramericana, pasa por la complejidad de la violencia generadora de desplazamiento y de ciudades periféricas, por la alienación de sociedades masificadas, por la ruina de los escenarios o las instituciones que anteriormente representaron ciertos órdenes. En unas el pasado consuma la crisis actual, en otras la perspectiva de presente muestra el remolino de la complejidad contemporánea. La paradoja de ese centro está en su multiplicación: manifestaciones amorfas señalan no sólo el deterioro institucional sino la degradación o la vertiginosidad del cambio: el hacinamiento que trae la migración, el desempleo, el cambio de órdenes y modos de vida, la nueva moral, la nueva sociedad, los escenarios concentrados, los contrastes entre miseria y opulencia, entre necesidad e indiferencia, la vertiginosidad con que suceden las cosas en un presente ágil e inquietante, en fin, llevan, en el caso de la literatura, a explorar relaciones periodísticas, testimoniales y temas de lo policial, lo sucio, lo negro, lo erótico, lo gay, lo feminista, etc., en otros momentos considerados discursos marginales, subgéneros o literatura menor, y que lentamente alcanzan legitimación.

¿Dónde empieza el centro de una ciudad y dónde termina? Este puede ser el lugar histórico donde ésta ha sido fundada marcando territorialidad y nacionalidad; puede ser también el lugar donde “se instalan” las oficinas institucionales (centros de poder político, religioso…); el punto de cruce de vías y rutas; el sitio de encuentro comercial, de tránsito y de lúdica. Mientras más compleja una ciudad, más metropolitana y cosmopolita, más reñida su territorialidad. En nuestros países la cultura hidalga se centraba alrededor de la vida social, religiosa, cultural y política regida por las instituciones feudales; más adelante, a fines de la colonia, la sociedad criolla se marcaba en el salón y la tertulia, en debates de los letrados alrededor de temas de la ilustración y el enciclopedismo, por ejemplo, mientras en las calles y zonas periféricas interactuaban las clases marginales o periféricas; entre las sociedades patricias y burguesas, sin abandonar lo anterior, se apuntaba a otros modos y formas de vida y conocimiento que buscaban libertad e independencia y, avanzado el siglo XX, con el desarrollo de las sociedades masificadas, se genera una notable dispersión y diversificación del centro y los centros de poder. El centro se ha multiplicado y lo marginal forma parte de lo cotidiano, pues es un sector real de la sociedad y no solamente algo recién llegado a ella. De una u otra manera pertenece a un grupo de individuos que han migrado de un lugar a otro, que en un momento dado pudieron verse como una amenaza para la sociedad establecida, al considerarse como resultado de desequilibrios sociales, políticos y económicos, generadores y sobre todo generados, la gran mayoría de los casos de la violencia. Sin embargo, no es igual la ciudad de los inmigrantes externos a la de los internos o desplazados.

a. La ciudad de los inmigrantes

Transterrarse, salir de su patria, huir del territorio, conquistar o construir nueva ciudad. A mediados de los 50 se retoma en la literatura colombiana el problema de la inmigración que había inquietado a los escritores de finales del siglo anterior, motivado por el desplazamiento forzoso, a causa de la Guerra de los Mil días. Primero fue la narrativa de la violencia rural y partidista y luego una literatura de escenarios y comportamientos urbanos, cuya correspondencia se verá reflejada en ficciones actuales que revelan mundos pasados, aunque no concluidos, no obstante la pérdida de los lugares donde los hechos pudieron transcurrir.

Veamos la misma ciudad desde dos miradas “extranjeras” en dos escenarios diferentes en dos épocas cercanas: Los elegidos (1953), de Alfonso López Michelsen y El rumor del astracán (1992), de Azriel Bibliowicz. En la primera, ubicada inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la vivencia es la del tránsito de un alemán a Bogotá perseguido por régimen nazi. En la segunda, la búsqueda de fortuna en tierras americanas, de un par de jóvenes polacos. En las dos se presenta el exilio forzoso o voluntario, como una forma de salvación de la vida o de la miseria, es decir, los protagonistas de las dos novelas tienen móviles semejantes: huir de su lugar de origen y buscar establecimiento permanente o transitorio en un lugar de América. Dadas sus condiciones económicas y de clase, B. K., el protagonista de Los elegidos, elige la Bogotá de la “burguesía” bogotana, y logra sostener ciertos vínculos con personajes de clases inferiores, lo que le permite comparar y diferenciar niveles sociales y culturales. El personaje narra en un diario su experiencia, describiendo el ambiente en que se instala, lo compara con su propia cultura, destaca el choque de clases en que “los elegidos”, herederos de la mentalidad hidalga y burguesa, se mueven entre los privilegios de la opulencia y el despilfarro, la educación selecta, los valores laxos y la actitud vergonzante de su identidad y su lengua, que muestra el menosprecio del aldeano y el asalariado y el desconocimiento del verdadero país. Cabal representante del rastacuero, se ampara en los modelos extranjeros y de clase y participa de los valores de la llamada cultura letrada, la de la Atenas suramericana. Las condiciones de esta clase privilegiada se mueven entre la verdad y la apariencia: no siempre son lo que pretenden ser, su vida transcurre entre los negocios y el salón del club, entre la producción económica, los viajes al Europa, la comunicación en inglés o francés, la amistad fingida, el simulacro y el juego. Al contrario, sus servidores están entre el trabajo, sobrevivir de un salario, los avatares cotidianos, la lealtad a la amistad y la solidaridad sin reservas. Los patrones viven en cómodos ambientes burgueses donde puede hacerlo la elite y sus empleados en el sur, en viviendas populares. La ciudad de los elegidos” es de espacios cerrados: la alcoba, la sala, el salón, el club, y eventualmente la sala de la casa de campo; la de los asalariados es su alcoba (no siempre su casa, pues parecen vivir en inquilinatos o en arriendo), la calle, los sitios públicos (la cafetería, el cine). La novela logra una radiografía de una ciudad en dos territorios: la del los habitantes del “norte” y sus privilegios y la de los del “sur” y sus dificultades; en sus espacios urbanos la cultura ciudadana difiere: como letrados, los unos tienen el poder y los beneficios de las instituciones, viven en barrios espléndidos, grandes casas, frecuentan clubes, viajan al extranjero, se visten con ropa importada, gustan de la buena mesa, los buenos restaurantes y los mejores estudios y espectáculos, mientras los otros como iletrados, es decir sin el poder que confiere la letra, viven entre la servidumbre, la pobreza, la dificultad económica, en viviendas arrendadas, no gozan del estudio y entre sus diversiones solamente logran acceder al paseo al parque, a un cine, a una cafetería.

Los inmigrantes de El rumor del astracán son diferentes. Si en la anterior novela narra un burgués alemán que mira con sorna el ambiente al que arriba, Bibliowicz narra formas de la cultura a que pertenece, la judía, y da testimonio de su tránsito a estas tierras. En un estilo de guión cinematográfico, la voz narrativa cuenta el desplazamiento de polacos a América latina desde Szcuszin a Bogotá, pasando por Nueva York, Cuba y Barranquilla, en un periplo que desde el primer momento se explica como aventura de viaje en busca de fortuna. No se trata de llegar a “la tierra prometida” ni a “la tierra santa”, sino de aprovechar lo que un lugar ofrece para poder retornar al sitio de origen en mejores condiciones económicas, puesto que la situación en su país de origen es crítica. No hay interés de instalación, conquista o fundación de un mundo imponiendo o adoptando comportamientos y costumbres, sino de búsqueda de oportunidades en otro lugar. Sin dejar de rodearse de sus congéneres, y desde luego de sus valores, normas, creencias y principios, los personajes recorren una ciudad y regresan siempre al lugar donde se centra su territorio o su habitat.

Refiriéndose a la perspectiva de los narradores que vienen o descienden de otros países, Nora Eildelberg afirma que en un principio escribían “para dejar testimonio a las generaciones futuras, tanto judías como cristianas, de los comienzos de la comunidad judía en el Nuevo Mundo”[14], y Beatriz Sarlo considera que con el tiempo las sociedades “incorpora[n] en sus bordes a escritores de origen inmigratorio, residencia barrial, cultura en transición” mientras construyen un escenario[15]. En el caso de la novela de Bibliowicz no solo llevan y evocan sus raíces sino aunque que aunque amen el lugar que los alberga, afrontan “la nueva cultura con sus atractivos y tentaciones, sin ser desleal[les] a la cultura traída del Viejo Mundo” (Eildelberg, 140).

La Bogotá que se recorre dista mucho de la de López Michelsen: si la de éste es la de los grandes dirigentes, aquí es la de los pequeños comerciantes, la que se recorre a pie de un lugar a otro, la de los inquilinatos para extranjeros, la de los ghettos culturales y raciales más que sociales, la del desarrollo comercial de los años 40, la de la carrera 10 como centro cercano a la Plaza de Bolívar, la de las barberías de encuentro de los señores, los salones de te, los almacenes de sombreros o de telas, la de los negocios de extranjeros, la del tranvía y el tinto de cinco centavos, la del paseo al parque y las retretas, la de las radionovelas con temas que recogen en paralelo historias cercanas a la vida misma y a la novela que se lee, la de las transacciones fraudulentas, la del vestido oscuro y la llovizna persistente. Por el contrario, la de Los elegidos es, definitivamente, la heredada de la sociedad hidalga matizada con la cultura burguesa del siglo XIX, alimentada por el deseo cotidiano de imitar a Europa en sus modos y formas culturales. En El rumor del astracán se vive el día a día del trabajo, de la vida sencilla y comunitaria, de las dificultades de comunicación, el sentimiento de vacío, la realidad de la pobreza y la necesidad de poseer algo o de aprender algo para satisfacción personal, como puede verse en Ruth su protagonista. Mientras de la ciudad de “aristocracia burguesa” recreada por López Michelsen persiste el barrio, gran parte de sus construcciones y modos de vida muy “bogotanos”, de la de Bibliowicz quedan algunas calles, determinadas construcciones patrimoniales y ciertos almacenes de telas originarios de inmigrantes judíos y palestinos; el resto ha sido recuperado por la memoria oral, archivos fotográficos, consultas sociológicas e históricas.

        Los ejemplos anteriores hablan de ciudades vistas o vividas desde los inmigrantes extranjeros, cuyas motivaciones iniciales son la violencia en sus países, pero su actitud es la de estar al margen de los hechos y las circunstancias del lugar a que arriban. Su actitud no parece activa sino pasiva frente a esa sociedad y cultura; más de espectador que de actor, en el caso de la novela de López Michelsen, su propuesta busca desenmascarar a la sociedad de “los elegidos” para exhibir sus imposturas. En la de Bibliowicz, está época la narrada y la de su escritura, es decir los años 40 y el comienzo de los 90, respectivamente. Si bien está presente la reconstrucción de la ciudad en sus calles y lugares, sus costumbres y circunstancias particulares, hay una estructura narrativa muy propia de la contemporaneidad que muestra la importancia de la imagen y la secuencia, una suerte de guión cinematográfico. Además de hacer una crítica a una sociedad de tramitología, tramitadores y el traficantes y delatar el abuso de poder de los de “arriba” frente a los de “abajo”, sobresale la visión de la cultura ajena: esa primera generación de polacos judío que migraron a tierras americanas  sin pretender establecer vínculos ni incorporarse a ellas. Están sus sitios de encuentro: su sinagoga, su cementerio, sus almacenes, la barbería, el café, la casa y de ésta la cocina para las mujeres. Es decir, una domesticidad hecha cotidiana y revelación de una cultura y una sociedad localizados. ¿No hay algo de este ciudadano en los magistrales relatos de Esther Fleisacher, donde quedarse significa vivir en la nostalgia?

b. La ciudad de los desplazados

El desplazamiento interno dio paso también a otras formas de literatura que entrecruzan testimonio y ficción. Uno de los autores que más ha proyectado una nueva mirada a la narrativa de y sobre la violencia desde la década del 70 es Arturo Alape. En su obra la memoria es inevitable para mostrar la historia del país que del campo pasa a la ciudad, para decir que naturaleza y violencia van de la mano del desplazamiento forzoso.

“Nos cambiaron la muerte natural por la muerte afusilada. Me volví maleza, me volvieron dañadísimo, los malos espíritus me acompañan siempre en este silencio que me persigue[16], afirma el narrador de uno de los cuentos de Las muertes de Tirofijo; y en El cadáver de los hombres invisibles, en el cuento que da título a la colección, una voz dice: “No soporto la vida metida en este monte, durmiendo en esta cueva que apenas alcanza para la respiración de usted.”[17] Condenados a la violencia, a la persecución, a la miseria cotidiana, al miedo y a actuar en constante defensa y actitud vigilante, los personajes se desplazan “enmalezados”, “encalezados” y “enmontados” entre un libro y otro o entre un espacio telúrico y otro. Su condición errante, caracterizada por seguir el incierto itinerario de la persecución y la huida entre el monte, evitando obstáculos naturales y humanos, camuflándose y repitiendo actos de defensa, recuerda el momento fundador de los odios que establece cierta asimilación de una violencia natural expresada con incontrolada vitalidad. Así, en la imagen de un río desbordado, sincretiza guerrilla-militares-desplazados, pues la concepción de una violencia ciega se proyecta como lucha devastadora. La movilidad del río es diversa de la concepción de Heráclito, aunque no pierde su ser existencial: es la idea de un río que “ayer fue río apacible”, “de vida normal” y hoy es “de lo más verraco”, pues arrastra en su corriente las vidas que quita a los otros de las manos.

En su reciente obra el panorama cambia y el movimiento muestra las consecuencias del desplazamiento a la ciudad. En una de sus páginas de Sangre ajena[18] una voz dice: “Sangre ajena que corría sin que uno sintiera escalofrío culpable en el cuerpo. Sangre desechable que debía perderse en las alcantarillas de Medellín. También corrió con mi dolor la sangre mía…”(17). Palabras de Ramón Chatarra al evocar su historia, su origen familiar, su situación económica, su urgencia de salir del hogar y la inevitable muerte de su hermano Nelson, situando al lector tanto emocional como socialmente en el ambiente del sicariato, una de las consecuencias de la violencia. Dolorosa novela de “aprendizaje” en la que son transgredidos los propósitos de las novelas de su estirpe. Aprender a vivir en este caso, es enfrentarse a la muerte, al vagabundeo, al desplazamiento constante, al miedo y la soledad, al horror de la muerte y la sangre derramada de los unos y los otros. El pasado es lo perdido y el presente la penuria. A medio camino entre la ficción y el testimonio, Alape aprovecha en esta novela elementos adelantados en Ciudad Bolívar. La hoguera de las ilusiones (1995), donde desde la oralidad del habla frente a la atención de quien escucha se reconstruyen historias y testimonios de vida, para salvarlos del olvido. Allí “la memoria ha hablado” de cómo nació Ciudad Bolívar, de sus calles y pobladores, de sus jóvenes y viejos, de Bogotá como representación del país, pues “la provincia se reproduce en la capital, se acentúa y se desdibuja en otras confluencias. En sus calles se escucha la continuidad rítmica de voces regionales que van perdiendo sus acentos por el uso en el intercambio del hablar y del escuchar. Pero lo originario regional prevalece como una constancia humana”[19], porque “el pasado no está muerto”. Bogotá en su “otra ciudad” como transitoriamente pueden serlo Medellín o Santa Marta, contrastando con los lugares de violencia urbana.

Ciudad Bolívar es esa “otra ciudad” que vive en Bogotá, que en los textos de Alape es un lugar que acoge y donde sus habitantes están entre su gente: “Uno tiene como una posesión que va más allá de este cuerpo, es como la identificación de uno con otra persona pobre” (Alape: 1995, 26), dice uno de los entrevistados, y afirma el autor: “no es el paraíso de la violencia, Ciudad Bolívar es el paraíso de la pobreza’’(107). Allá regresa Ramón Chatarra en Sangre ajena, después de un periplo desde y hacia la muerte, en busca de hogar y de sosiego. La ciudad como basura y sangre, recorrida en el Medellín o la Bogotá violentas, que imponen los oficios del dolor y de la muerte: “sangre desechable que debía perderse en las alcantarillas”, como se reitera.

En la misma línea, pero desde una marcada sensibilidad femenina es la novela de Laura Restrepo en La multitud errante (2002), que puede encerrarse bajo el concepto de peregrinación, entendiendo que errar es estar en el limbo, en un no lugar donde las personas se pierden unas a otras. Peregrinaje, exilio, desplazamiento, búsqueda. En ella, “Siete por tres”, un desplazado y eco de la “Guerra Chica”, nacido el 1 de enero de 1950, es decir, en plena violencia partidista, busca a Matilde Lina, perdida en los avatares de ese desplazarse interminable de un lugar a otro. Buscándola lo busca todo. El todo en la nada, en el vacío, en el largo errar. Siete por tres ha salido de un lugar para ingresar en el abismo de la pesadilla donde los retenes son patíbulos, los albergues confirman el errar de todos, la soledad es la expresión de todos, el desarraigo la única certeza. Como en Steinbeck, se sale de la casa para no regresar jamás, pues es como si un destino fatídico obligara o condenara a errar cumpliendo en el peregrinaje una condena que parece no detenerse y jamás alcanzar el fin.

La violencia obliga a enterrar a los seres queridos y a salir huyendo para salvarse del peligro y del miedo genera víctimas que en una cadena interminable llegan a ser verdugos, porque la guerra “no cesa, cambia de cara no más” (32-39). Un albergue recibe desterrados que van de paso, sobrevivientes de masacres, seres que logran escapar de la prepotencia de los atacantes. El albergue es un lugar de emergencia y catástrofe. En uno de ellos Siete por tres se refugia, se hacina y comparte vivienda con un número incontable de seres que como él buscan algo. Condenado inútilmente a la búsqueda traumática por no encontrar lo que se busca: las personas, los afectos, la tierra, los recuerdos, los amaneceres felices, re reciben a cambio los vacíos, las ausencias, las distancias y cada vez más la lejanía. No hay tierra prometida, no hay albergue, no hay amor pleno, no hay compañía a pesar de la multitud que errante va de un lado a otro por lugares ajenos. Cada cual hace parte de esa multitud que arrastra “por entre encuentros y desencuentros al poderoso ritmo de su vaivén.”

Esta nouvelle testimonial y lírica penetra en el grado máximo de la peregrinación; en ella se exorciza y resemantiza la violencia y la exacerbada realidad del país, asociándola a una condición más amplia: “Por qué será que Occidente carga negativamente esa expresión, como si implicara la desintegración o la locura, cuando estar fuera de sí es lo que permite estar en el otro, entrar en los demás, ser los demás” (133), inquiere la mujer que narra, Ojos de Agua, sintetizando exilio, desarraigo y desplazamiento como un no poder ser con el otro, en el otro, desde el otro, y en esta condición estar condenado a perder la identidad, el vínculo, las raíces. La ciudad es aquí un lugar errante, un estar como Caín, condenados a la búsqueda desde la pérdida del territorio, y la voz narrativa hace un señalamiento a la historia y a la sociedad, destaca las condiciones y modos de vida, lo perdido y lo encontrado y, sobre todo, el carácter de marginado por una sociedad que termina por acostumbrarse a ellos.

c. La ciudad del escepticismo

Son varias las novelas y cuentos que le apuestan a la representación del espacio urbano, con temas y problemas inmediatos, comunes a los imaginarios colectivos y a la aldea global. Marcadas por las truculencias de una gran ciudad y en particular a las del país, estos escritores recurren a la vez a temas escabrosos que alimentan imágenes de la violencia y el deterioro (sicarios, empalados, personajes corruptos, asesinatos, persecuciones, en fin), jugando con indicios o con episodios y situaciones propias de los bajos fondos, con otras más cercanas a la rumba dura así como a la condición homosexual que se imponen como forma de vida afianzada en el aquí y ahora. En ellos Bogotá, Cali, Medellín, por ejemplo, (análogas en muchos casos a Nueva York, México D.F., Londres…) se asumen en sitios y calles conocidas, en lugares que condenados a lo efímero han desaparecido o en escenarios sólo posibles en el mundo de la ficción. Novelas como Opio en las nubes (1992) de Rafael Chaparro Madiedo, Al diablo la maldita primavera (2003) de Alonso Sánchez, Perder es cuestión de método (1997) de Santiago Gamboa, Satanás (2002) de Mario Mendoza o La Lectora (2002) de Sergio Álvarez, serían ilustrativas.

En Opio en las nubes la ciudad es concebida como espacio que se ha ampliado urbanística y geográficamente hasta romper los límites de un lugar concreto. Es un espacio cosmopolita alimentado por la cultura de “rumba dura”y las fiestas ”ácidas”. Las alusiones a Bogotá no son suficientes para considerarla como tal: prisión, hospital y mundo enfermo caracteriza su universo, en el que se vive en grupo el aislamiento, la desindividuación y la soledad. Sumergidos en la vida nocturna, en ambientes cerrados y en mundos interiores, los personajes invierten vida cotidiana del hacer o el construir por las sensaciones, el ruido intenso, la asfixia, el aislamiento y el encierro. La noche, el tumulto, la agonía y el ruido contribuyen a la recreación de la atmósfera de esta ciudad de crisis y deterioro, donde todo es apocalíptico y abisal. El mundo subterráneo obedece a una pesquisa y a una continua vivencia de su tiempo, debatiéndose entre la irreverencia frente a lo normativo, el horror cotidiano, el desencanto y el vacío. El autor definía a su generación desde sí mismo: “Yo soy de la cultura de aguardiente y mula, yo soy de cocacola, aspirina y neón”, y su novela fue ganadora de un premio nacional, por un jurado que la vio en su momento como la que venía a refrescar la narrativa colombiana marcada por el macondismo y las tendencias del boom narrativo latinoamericano, al expresar la crisis de unas generaciones, la sensibilidad desencantada de la época y la búsqueda de nuevos lenguajes capaces de sugerir, como en este caso, que la vida está llena de “mucha heroína, mucho alcohol” y sobre todo “mucha tristeza”. Justamente, el tono de diversas voces narrativas muestra el vacío y la recreación de una sensibilidad demencial, delirante y escéptica, aparentemente ajena al acontecer histórico, político o social, y concentrada en la realidad de quien vive a merced del instante efímero y en la soledad sin límite.

Cuestionando la pureza de los cuentos de hadas, paradigmáticos en las sociedades normativas, señala a su momento que no son tan asépticos, ni tan creyentes, e incita a su contrario: no asearse, no leer, no hacer deporte, no trabajar sino vivir “las mañanas llenas de luces inútiles”. Así por ejemplo, Sven, uno de los personajes, ingresa a un hospital por una sobredosis, y narra desde su agonía que se siente “un muñeco de trapo”, que “murió ayer o tal vez la semana pasada” en “una ambulancia con whiski”, en la que oía frases como: “mierda se nos muere, mucha heroína, mucho alcohol, mucha tristeza, mierda, quédese tranquilo, relájese…” (Chaparro Madiedo, 27), mientras la gente “lo miraba con esos ojos que decían, pobre chico, tan joven, tan sano, tan blanco” y él respondía “tranquila gente, no soy tan sano, ni tan limpio, ni tan creyente, no me lavo los dientes todas las mañanas como ustedes, no me cambio de medias todos los días como ustedes, no leo tantos libros, no hago deporte, ni rindo tanto en el trabajo como ustedes, tranquila gente” ( 29). Como Sven, los otros personajes oyen rock, grunge, la música de Jimi Hendrix, The Cream, Nirvana o Donna Summer y conciben la felicidad amando en paz y yendo al W.C., mientras la violencia, la intolerancia y la impotencia asedian.

Que Opio en las nubes es una novela que teje la ciudad con la música es indudable. Su temática, su actitud, los espacios físicos, la interioridad que se pliega, repliega y despliega, por las calles y los sitios así como por los gestos, por la vida escéptica y turbada, por sus gritos, sus silencios y sus muertes. Esto explica que cárceles, hospitales, bares, hipódromos, habitaciones, viviendas, azoteas, WC, en desorden, lugares descentrados, edificaciones o construcciones del alma que siente que “todos los días son grises”. Así mismo, los personajes son a la vez el gato Pink Tomate recorriendo el mundo de Amarilla y narrando desde el presente, viendo cómo Job antes de morir con paso lento “le echa un poco de café al brandy”, que “Sven es un individuo que huele a tigre fatigado” y que “la ciudad entera está muerta”, mientras se siente “como en esos cuentos de hadas donde la princesa perdida va dispersando cosas para recordar el camino a casa”. (24)

        Una ciudad híbrida con malecón, mar, playa y puerto,  avenidas y bares,  rutas de buses conocidas,  lluvia y sol,  vodka, cigarrillos y pastillas  donde todos los domingos “nos sentimos rotos, tristes y en nuestras miradas no había más que un león de arena” (167) y en la que el ritmo vertiginoso del un relato fragmentado y zigzagueante se mueve entre “una aspirina o tal vez una anfetamina” y entre el deseo de saltar al vacío o las ganas de cortarse las venas, como dice un poema del texto: “con el filo de tu aliento /el filo de tus silencios para que la mañana  y el cielo y las nubes se llenen con tu sangre” (151-152). Transitar  sin rumbo fijo en un continuo relampagueo de palabras llenas y a la vez vacías, las voces  se  alternan rítmicas, frenéticas y cortadas como la vida de los personajes por entre la suciedad, la calle y el gritar de las sirenas o el intertexto de Gary Gilmour condenado a la silla eléctrica. Muchas imágenes que sustentan la fragmentación del discurso y del mundo, el vacío y la pulverización, la velocidad, las sensaciones,  el ruido y el paso rápido de las cosas,  expresan con ironía la travesía vital, como en este  fragmento:

La calle. La noche. Unas babas. Dos babitas. Tres babitas. La suciedad. Las luces de neón. Un disparo en la oscuridad. Un cuerpo. Dos cuerpos. Un cigarrillo. La ropa. Los autos. Los perros. Las putas y bares. Los árboles y la canecas trip trip trip. Las ventanas. Los rostros que se asoman por la ventana. Las puertas. Los perros. Guau guau. Otro disparo. Pum. Mierda. Ugh. Zas. Un vidrio roto. Una sirena. Una puta que corre. La ropa. Un árbol. El aire. La calle. Qué cosa tan jodida. Ese olor. Diez de la noche. Un poco de lluvia tri trip trip. (Chaparro M., 35)

El presente es un ahora, “trip trip trip”, el futuro no existe y el pasado ha concluido, todo es desasosiego emanando de la vida, del silencio y de las palabras; vivir en la ciudad es estar en la noche con su vida de cielos negros y nubes de ceniza que multiplican infinitamente sus fragmentos. Jimi Hendrix Experience, The Cream , Spend the night together, I Shot The Sherif, Donna Summer y Wagner, a quien Max oía “porque alguna vez leyó que era un tipo capaz de pomponer mientras cagaba” (32), se mezclan en esa cárcel vital y hospital diario donde por igual se canta laberínticamente: “Get Back Get Back To Where you Belong” igual a Gay Gilmour que en la silla eléctrica pide cerca “I Can´t Get No Satisfaction”. La ciudad en esta novela es la de “gente que se levantaba en las mañanas vuelta mierda y en la noche se iban al wc del bar y te decían tranquilo chico, todo bien? claro todo bien y después todo era igual, la música, la policía, la botella estallada en la cabeza. El ritmo de los días se vivía en el fondo de un wc” (47).

Según Juan Manuel Silva, la novela destaca un “ritmo vertiginoso que conduce a la destrucción radical de un mundo absurdo” (. . .) “para sus protagonistas jóvenes, para el mismo autor -estaba enfermo- y para una ciudad que puede ser Bogotá“[20], al “crear una atmósfera con un ritmo galopante de sensaciones, de cortos balbuceos, como si fuera la media lengua de un argot de grupo marginal que no aparece expresamente, que no se encierra en tecnicismos” (Silva, 42).

        La noche y  la música se dirigen al desencanto y la derrota, al mundo sin dioses,  a la vida amenazada por el no futuro. Y es a través de la música que expresa formas de pensamiento influido por la cultura norteamericana y  la lengua inglesa que han aportado al “desarrollo del individualismo moderno y urbano”  forzando al individuo a  sumirse en el silencio en la ciudad y a reconocer en “la calle, el café, el almacén, el ferrocarril, el autobús y el metro” los lugares donde prevalece “la mirada sobre el discurso“ (Sennett, 381). Su forma narrativa obliga a “mirar” la velocidad en el espacio a través de la alianza música-individuo-ciudad, que muestra una relación muy actual con el mundo, generadora a veces de aislamiento y hostilidad, pero también de intensidad y confusión.

El caso de Al diablo la maldita primavera es más festivo, aunque no menos desolado. Se trata de la máscara sobre la máscara: una sensibilidad femenina atrapada en un cuerpo masculino narra vertiginosamente y con estilo autobiográfico y lúdico las peripecias de un Drag Queen en ambientes bogotanos: de día “macho” en espacios de heterosexuales, de noche “hembra” en escenarios de homosexuales, travestis y varones. La moda, los imaginarios norteamericanos, los del cine y la música, en fin, nutren la vida del/la protagonista que busca infructuosamente un amor para soportar los constantes arrebatos de la soledad. Un amor que se le revela y acepta siempre furtivo y transitorio. Si bien en ella se recorren zonas, barrios, universidades, gimnasios, lugares específicos de una Bogotá donde se afirma la cultura y la sensibilidad camp, ésta es matizada por lo marginal de un personaje yoico que se construye a través de su palabra demoledora o encantadora. Entre el día y la noche, la voz de una nueva Scherezada que se narra a sí misma y al hacerlo transmite acentos de un universo que se oculta y revela como un gran simulador en una sociedad de doble moral: permisiva y alienadora. Vértigo, intensidad, levedad, velocidad, visualidad y densidad se transmiten, como trazos de una ciudad cosmopolita y en continuo movimiento, existente en cualquier lugar contemporáneo. ¿Acaso no puede ser ésta cualquier otra ciudad contemporánea?

Mario Mendoza, Santiago Gamboa y Sergio Álvarez tienen particularidades afines: situaciones propias de la novela negra, realismo sucio y género policial que reflejan sociedades y realidades violentas, haciendo uso de recursos específicos, tales como la trama y estructura, escenarios y situaciones, lenguaje crudo, coloquial y agresivo, héroes y protagonistas anónimos víctimas de presiones y corrupciones sociales propias de cualquier ciudad grande. Novelas que consignan asuntos del presente inmediato o de un pasado más o menos cercano para no olvidarlo, pues se trata de una suerte de recorrido sobre aspectos de la sociedad aprovechando una estética de alta recepción, en la que se registran acontecimientos del diario vivir en ciudades con altos índices de violencia y peligrosidad. Generalmente se trata de volver a episodios pasados, a momentos grabados en el imaginario y la memoria colectiva, a casos que resultan o resultaron conmovedores e inexplicables, a situaciones enigmáticas, truculentas e irresueltas, o a situaciones cercanas a lo registrado en la crónica roja y amarillista. Una narrativa que se nutre de la exploración de asuntos como crímenes en serie, magnicidios y otras clases de actos delictivos.

Entre el narrador testimonial y periodista (Gamboa), el cronista heredero de la trama negra pero también de los crímenes leídos en Reminiscencias de Santafé de Bogotá (Mendoza) y el narrador de la velocidad contemporánea, casi “chateando” desde la escritura, se recorre la ciudad, presentándose en ocasiones como narradores autobiográficos: el primero como periodista, en ciertos casos judicial, el segundo como un intelectual que se debate entre la reflexión y la explicación teórica de la violencia y el comportamiento del criminal y sus víctimas, y la investigación de ciertos sucesos y el tercero como escritor del vértigo del presente. Son investigadores que, hasta cierto punto, a la manera de Hammett representan la virtud en un mundo corrupto y sin moral, donde se ejerce la ley por la propia mano. Ni superhéroes ni superhombres, sus detectives o investigadores son seres corrientes y a veces ingenuos, que se sumergen en lo oscuro de la ciudad, en la noche misma, para aclarar lo inexplicable.

La ciudad en Gamboa, por ejemplo en Perder es cuestión de método (1997), muestra contrastes entre dirigentes de clase media alta frente a empleados de oficina, a individuos que responden a orígenes de base popular y participan del mundo investigativo y policial, a mujeres de vida nocturna, a cierta burguesía bogotana, a la cual parece pertenecer el mismo reportero protagonista que investiga sobre un caso de empalados. Los recorridos por la misma corresponden a sectores claramente reconocibles, con los cuales se pueden trazar mapas y rutas especialmente de sur a norte, a zonas centrales, a lugares de oficinas y lugares alejados. Intriga, suspenso, indicios, en fin, componen la estrategia narrativa que incluye homicidios, desapariciones, empalados, mafia, narcotráfico, negocios turbios, relaciones amorosas fallidas, intención de cubrir un reportaje, en fin, donde finalmente no importa tanto la resolución del enigma sino la vivencia de los hechos en una ciudad caótica y peligrosa.

La ciudad de Mendoza tiene otras modalidades: es más próxima a los bajos fondos: prostitutas, prostíbulos, bares de mala muerte, zonas marginales de “alta tensión” en Bogotá, como el llamado Cartucho – refugio de indigentes, recicladores, individuos de distintas edades y sexos que han decaído gracias a la violencia, la miseria, el vicio, paradójicamente ubicado a espaldas de los edificios de gobierno más importantes – otras zonas, calles y lugares específicos en sus primeras novelas, cuyos títulos son altamente significativos (La ciudad de los umbrales, Scorpio city y Relato de un asesino) que, en el caso de Satanás (2002) estructura tres niveles narrativos que se entrecruzan y encuentran en razón de la violencia y lo demoníaco de la naturaleza humana. De una parte se ve el recuento de un suceso que conmovió a la ciudad años atrás, cuando un excombatiente de Vietnam intempestivamente y como un poseso comete en una tarde varios asesinatos en serie, incluida su madre, unos vecinos, unos amigos de una zona más distante de la ciudad y un amplio número de comensales de un reconocido restaurante; reconocido como el “caso Pozzetto”, la historia se retoma para entrelazarla a otra de una posesión demoníaca que a la manera de la película El exorcista de los años 70, se articula a la vida de un sacerdote de vida licenciosa, y se anuda a su vez a delitos frecuentes en nuestras ciudades, en los que aprovechando a una bella mujer dotada de llamativos atributos físicos como arma para manipular a una posible víctima se realizan los llamados “paseos millonarios”. La intriga se dinamiza entre las necesidades económicas, los instintos amorosos y los impulsos tanáticos en una sociedad enferma, concentrada en la ciudad que más claramente la representa.

La de Álvarez se mueve en direcciones semejantes, en una caja de resonancias que muestra una determinada ciudad nocturna en la que simultáneamente suceden hechos, cada cual con mayor o menor intensidad, debatiéndose entre lugares y no lugares, entre el uso y ocio, pues por cada sitio se pasa sin establecer vínculos consigo mismo o con los otros: más calle que hogar, más espectacularidad y menos privacidad e intimidad profunda con el otro, interacción individualizada. La ciudad puede ser cualquier ciudad compleja y una metáfora del país en e los tres casos, escenario de la violencia y corrupción y los autores dramatizan acontecimientos de la realidad pasada y presente. Es, así mismo, una topología y un tropo moral provinciano y cosmopolita al mismo tiempo, en el que más que descubrir criminales o víctimas se exhibe una realidad cotidiana sostenida en la violencia y el desarraigo, no sólo nacionales sino contemporáneos. Indudablemente sus personajes son seres vulnerables; humanos expuestos a peligros ocultos pero no inesperados aunque sorprendentes.

Indudablemente el objeto ciudad y el sujeto habitante, muestran que la ciudad es una sucesión de territorios en los que la gente se establece, se repliega y “busca cobijo y seguridad.” La ciudad es también un espacio concreto y un territorio simbólico, del tipo que sea, no por ello menos real”. Al escribir las ciudades o, mejor, al hacer que ellas sean escritas además de vividas, no se puede ignorar lo que ya existe, lo que falta y lo que cotidianamente se pierde o se agrega. Mapa y escritura convergen. La literatura, dice Alesandra Merlo, “es una línea, la misma que empieza con el título y termina con el punto final, a veces con una fecha y un lugar, como se hace en una carta” (Merlo, 54). La literatura dibuja ciudades, produce imágenes de éstas en cuanto visiones de mundo, considerando este aspecto “muy cercano a la filosofía”, pues “plantea que el mundo como conjunto pueda ser resumido de manera satisfactoria en la ciudad, como metáfora de una totalidad” , construir su imagen en la literatura significa “volver a tomar en cuenta la posibilidad de que la ciudad sea un lugar ideal, cuyo dibujo perfecto sea el símbolo de una forma de vivir. Esta presunción nace más que en la literatura en la filosofía, y más exactamente en la filosofía platónica y neo-platónica, que propone la perfección de los modelos y la coincidencia entre forma y contenido: si la forma de la ciudad ideal es perfecta, lo será también su gobierno; si el hombre se inscribe en el círculo, como en el famoso dibujo de Leonardo (y antes en los de Vitruvio o Andrea di Giorgio), es porque el macrocosmo y el microcosmo se enfrentan y corresponden. De aquí se crea toda una serie de ciudades/mundos cuya finalidad es la de mostrar la bondad y la justicia que enlazan un buen proyecto y su vivibilidad. Es desde esta concepción que nacen textos como De Civitate Dei de San Agustín, Utopía de Tommaso de Moro o La ciudad del sol de Tommaso Campanella, ejemplos de lugares/gobiernos perfectos, aunque situados en una geografía paralela, que no comunica con la nuestra [U-topia: en ningún lugar] (Merlo, 54- 55).

        Hay tantas ciudades en una sola como modos de vida y escrituras. Perfectas e imperfectas. Recorrer una ciudad en la literatura es no sólo recorrer su historia y la del país al que pertenece sino una verdadera aventura de viaje. Es desplazarse de un lugar a otro, ver sus transformaciones,  anquilosamientos o destrucciones en el tiempo. Ver sus reconstrucciones e invenciones. Aproximarse a los imaginarios de sus gentes y los rincones o rutas que apelan a cada lector o a cada escritor. Viajar por una ciudad a través de la literatura es conocerla y reconocerla. Es encontrar las cercanías y las distancias de sus mundos y sus habitantes y transeúntes. Es vivir una peregrinación a sus espacios y culturas conocidas y desconocidas, habitadas y deshabitadas, soñadas y repelidas. Es internarse a lo íntimo, a lo privado y a lo público y encontrar la tensión entre lo real y lo imaginado como entre lo cotidiano y lo insólito y reconocerse en ello.

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  • [1] Muchas son las definiciones de ciudad, según características y peculiaridades: capital, megalópolis y urbe; arcadia, eterna, santa, fortificada, natal, abierta, puerto, museo, dormitorio, lineal, jardín, satélite o universitaria. Véase: María Moliner. Diccionario de uso español. Madrid: Gredos, 2ª edición, 1998. Manuel Albar Ezquerra. Diccionario ideológico de la lengua española Barcelona, 1995, p. 999.
  • [2] Ricardo Posada Barbosa. “Arquitectura para la memoria. Una entrevista con Rogelio Salmona”. El Malpensante Nº 19, Bogotá: Diciembre 1999-Enero 2000, p.50.
  • [3] Juan Carlos Jaramillo.”La ciudad y la domesticación de sus espacios. Lecturas de lo público, lo íntimo y lo privado”. Universitas Humanistica # 56. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Javeriara. Bogotá: Julio-Diciembre, 2003.
  • [4] J.A. González Sainz. “El merodeador”. Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, 34-35. “De espacios y lugares: procupaciones y ocupaciones”. Madrid: Archipiélago, 1998.
  • [5] Miguel Arnulfo Ángel. Voces con ciudad. Poesía de la ciudad del siglo XX. México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2000.
  • [6] José María Montaner. “Repensar el urbanismo”. www.euskonews&media
  • [7] Fernando Cruz Kronfly. “Las ciudades Literarias”. Revista Universidad del Valle. Nº 14 , Cali: Agosto, 1996. . “La ciudad como representación”. Politeia. Nº 17. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Universidad Nacional, 1995. P.p. 38-45.
  • [8] Varios. Exposición Bogotá Siglo XX. Bogotá: Museo de Desarrollo Urbano, 2000, p.11. Véase en este trabajo una exposición sucinta del desarrollo de la ciudad de la época colonial hasta el año 2000, reconociendo no sólo factores geográficos sino sociales y culturales desde sus antecedentes en hasta 1900.
  • [9] Definida especialmente a partir de las clases privilegiadas, tan dadas al cultivo de “la aristocracia del espíritu” mediante el dominio de la lengua, el refinamiento de las costumbres y el hábito de la lectura y el conocimiento de las bellas artes. Ciudad culta y letrada, exaltada por las buenas costumbres en la vida urbana, indispensables para la vida en sociedad de aquellos que quieren parecerse a Europa: “la elite recurre al buen hablar, los buenos modales y el manejo de un protocolo social como frontera entre lo que ellos consideran la civilización y la barbarie, representada por el pueblo y las costumbres provincianas”. (Exposición Bogotá Siglo XX: 26)
  • [10] Cuando a mediados de los 80 Ítalo Calvino hablaba de rapidez, visibilidad, exactitud, levedad y multiplicidad, indudablemente tenía en perspectiva esa experiencia que exige formas de expresión y de escritura particulares. El autor entendía en cada uno de estos rasgos atributos que tiene el peso de su contrario: a rapidez lentitud, a visibilidad opacidad, a exactitud dispersión, a levedad profundidad y a multiplicidad unidad. La aceleración del tiempo histórico da muestras de ello.
  • [11] Los conceptos de ciudad, transeúnte, alteridad, así como de fenomenología y experiencia del espacio público limitado por el terror a la invasión y a la identificación que expone Joseph son valiosos y en parte los seguimos, adaptados a los espacios y personajes que desde la literatura representan la visión de la ciudad. Véase: Isaac Joseph. El transeúnte y el espacio urbano. Sobre la dispersión y el espacio público. Argentina: Gedisa, primera edición argentina,1988 .
  • [12] Promovidas por los medios y las editoriales comerciales, generalmente a tenor del mercado de consumo y del lector desprevenido.
  • [13] Seguimos el concepto de Ángel Rama.
  • [14] Nora Eidelberg. “Tres escritores judeo-colombianos: Guberek, Brainsky, Bibliowicz, en María Mercedes Jaramillo et. Al, Literatura y Cultura. Narrativa Colombiana Siglo XX, Vol. II. Bogotá, Ministerio de Cultura, 2000.
  • [15] Beatriz Sarlo. Una modernidad periférica. Buenos Aires: Nueva Visión, 1988, p. 179.
  • [16] Arturo Alape. Las muertes de Tirofijo. Colombia: Plaza y Janés, 1976. Pg. 28.
  • [17] Arturo Alape. El cadáver de los hombres invisibles Ibid., p. 79.
  • [18] Arturo Alape. Sangre ajena. Colombia: Seix Barral, 2000,
  • [19] Arturo Alape. Ciudad Bolívar. La hoguera de las ilusiones. Colombia: Planeta, 1995. Pg. 17.
  • [20] Silva, Juan Manuel “Opio en las nubes y otras novelas ácidas”. Gaceta Nº 29. Bogotá: Colcultura, 1995.

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