AGUAFUERTES MANIZALEÑAS TIPOS DE CIUDAD. Por Roberto Vélez Correa

Esta es una serie de glosas que pretenden captar en pinceladas gruesas la realidad de un momento álgido de nuestra historia colombiana, desde semblanzas y situaciones vividas por seres anónimos en un contexto socio cultural que parte del ámbito urbano y se refleja en los rostros y ánimos de seres humanos que sufren las condiciones degradantes de la exclusión social. Al final del período presidencial de Ernesto Samper Pizano, cuando los analistas políticos parecían coincidir en que la lucha por conservarse en el poder arruinó la confianza interna y externa de nuestra economía; luego, los años del gobierno neoliberales de Andrés Pastrana, hasta las inflexibles políticas estatales del actual régimen, cuando nada parece indicar que las cosas mejoren para el pueblo, y en cambio sí se sabe que existe una sospechosa reactivación en los niveles superiores de las finanzas, gracias a los saqueos y a los privilegios que las medidas macro económicas logran a costa el sacrificio de los menos favorecidos.

En estas semblanzas, quiero penetrar las conciencias de los actores y desde allí proyectar los jirones de realidad que un sistema económico les propone, donde la perspectiva del fracaso se alimenta de la debilidad de quien escasamente ha desayunado a las tres de la tarde. Tras del telón de fondo, las ruinas de una urbe que también empieza a acusar la decadencia de construcciones inconclusas, negocios cerrados, la inseguridad de las calles y, en especial, el movimiento en cámara lenta de una masa aturdida por la posibilidad de perder su empleo o por el agotamiento de no encontrarlo.

Estas aguafuertes son un híbrido entre crónica y columna de opinión, pues mezclan la representación imaginaria de incógnitos dramas con el análisis crítico que hace posible la ironía. Su concepción y diseño surge de la observación de los hechos acontecidos en las calles de cualesquier ciudad donde el cronista o voyeur captura con la lente de su imaginación los planos alternados de una realidad que por lo cruda a veces parece surgir de la pesadilla o ser producto de la ficción caprichosa de un narrador. Sólo que tanto los tipos y los arquetipos, como las tramas son extraídos de la vida ordinaria y sus protagonistas son, en su mayoría, aquellos hombres y mujeres para cuya tragedia no existe un libreto oficial que los recoja.

El controvertido escritor argentino Roberto Arlt (1900–1942), quien desplegó toda la fuerza de su febril estilo en novelas y cuentos, alternados de sus glosas periodísticas, bautizó Aguafuertes a sus colaboraciones en el diario El Mundo. En ellas ejerció su derecho a “balconear”, a “fisgonear”, a “carpetear”, “orejear”, a urgar en los tejidos más íntimos de un Buenos Aires acosado por la depresión de los años veinte y la inmigración europea que agravó las condiciones sociales de los gauchos, las que capta Arlt en sus Aguafuertes publicadas entre 1928 y 1933. Mis Aguafuertes Manizaleñas tienen en ellas un fuerte arraigo, sobre todo porque, cuando releo las aguafuertes gauchas, concluyo que hace más de setenta años el país austral vivió dramas y tragedias que apenas ahora en Colombia empezamos a experimentar, sin que el aprendizaje haya servido de nada a dirigentes y a dirigidos. En síntesis, una microhis­toria que el país insiste en repetir, validar y homologar, como un engranaje suelto y perverso que no inmuta a nuestros líderes.

FISGONEO NARRATIVO DE MANIZALES

Buena parte de la geografía de la literatura de Caldas, toma a su capital Manizales, como parcela de focalización. Una focalización que adopta diferentes niveles y perspectivas. Unos escritores aplican su lente desde la intimidad de sus personajes, es decir, que la visión está limitada al ángulo de visión de los protagonistas, como en la primera novela de Adalberto Agudelo Duque Suicidio por reflexión (1967), en la que Óscar Olivares, apellido de una connotación semántica que alude al único afluente que atraviesa un costado de la ciudad, que sin ser río, termina en cloaca. La historia se desarrolla sobre la columna vertebral urbana, o sea, la carrera veintitrés, con su Catedral Basílica en posición de castillo vigilante. Idénticos escenarios, ampliados al campus de las Universidades Nacional y de Caldas, serán los elegidos por sus posteriores cuentos de Variaciones (1995); sin embargo, esta vez la perspectiva se distribuye entre las voces narradoras, acompañada por una focalización superior de una voz omnisciente enmascarada en los comunicados de los medios periodístcos que cubren los hechos estudiantiles.

La narrativa corta de José Fernando Corredor, Marco Vinicius, también acude a un tipo de focalización que privilegia la inmediatez de la voz de cada uno de sus personajes; sólo que sus escenarios son los deportivos, como el Estadio Palogrande y sus jugadores de fútbol; un ring de boxeo, o los bares y cantinas que pierden a los deportistas de sus historias entre el alcohol, las drogas y el malevaje criminal, para lo que elige el antiguo sector del barrio el Carmen. Ecos de Tico Tico, el bar del marica Alberto o del ámbito tanguero, son espacios de ficción, tomados de la realidad, en los que Néstor Gustavo Díaz ubica sus criaturas, sobre todo, cuando se trata de putañeros, homosexuales, pederastas o morfinómanos. Aunque el autor de La loba maquillada (1974) no se limita a estos antros de desvarío, sino que los combina con los recintos sagrados como la Catedral, el Palacio Arzobispal y, desde luego, las mansiones aristocráticas donde sus habitantes caen en los excesos sexuales y la herejía que escandaliza a las gentes de bien. En esta oportunidad, las novelas y cuentos de Néstor Gustavo Díaz son producto de la mirada picaresca de un Diablo Cojuerlo que vuela en torno a las ventanas y se entromete en los jardines de sus observados, por lo tanto, su perspectiva es la de una atalaya privilegiada.

Distinta es la atalaya escogida por Eduardo García Aguilar que regresa del nostos de su autoexilio para evocar la geografía clave de su Manizales de ayer, con su esplendor grecolatino y sus edificios Art Deco: el Palacio de Bellas Artes, la Gobernación, la Licorera, la Estación del Ferrocarril, hoy Universidad Autónoma; los muñones del Cable Aéreo, la Escorial o Carrera 23, el Teatro Los Fundadores; el Colegio de Cristo, hoy Liceo Femenino Isabel la Católica; el antiguo Palacio Municipal, hoy Banco de la República; el puente de Olivares, el paseo de Chipre, etc. En el autor de El viaje triunfal (1993), no podría faltar la vieja casona donde murió, quizás suicidado, el escritor Bernardo Arias Trujillo, al que transforma en Arnaldo Faría Utrillo.

De nuevo la Catedral, la Gobernación, la Licorera y también la Plaza de Toros, son puntales de referencia para otro novelista, no tan conocido en nuestro medio, pero Manizaleño, llamado Darío Ángel y su obra La hora del Ángelus (1995). Un extenso y bien alcanzado, desde el punto de vista narrativo, homenaje a esta capital de provincia. Pero Manizales también es el corazón de las ficciones de otros escritores como La cita (1961) de Delio Mejía, o Octavio Escobar Giraldo en El último diario de Tony Flowers (1995) y De música ligera (1998); Jaime Echeverri en Punto final (2001), su última novela; de Orlando Mejía Rivera en su obra inédita Dirán que pasó de moda la locura y en su popular La Casa Rosada (1997), cuyas implicaciones futuristas no abandonan las imágenes de un pasado de degradación física y mental de sus personajes.

No sin importancia, habría que mencionar la recreación lírica de esta ciudad de provincia que algún día fue un cruce de caminos y llegó a ser capital cafetera del país, hasta formar una burguesía del grano que llevó a Europa y a los Estados Unidos a sus hijos privilegiados para que con el tiempo regresaran impregnados de lecturas exóticas que resucitaron el agonizante Modernismo rubendariano. Porque la poesía también ha balconeado sobre las calles de Manizales en los hablantes líricos de Óscar Jurado en varios de sus poemas inéditos; en Cementerio San Esteban de Flóbert Zapata; en La ciudad (2001) y El arte de torear (2002) de Antonio María Flórez; en Poemas del tiempo recobrado (2000) de Rodrigo Acevedo González; en Cantera del viento (1989) de Antonio Leyva; en Al borde de la vía (1988) y Calle l3 Carrera 13 (1990) de Uriel Giraldo Álvarez. Baste citar la poesía más representativa, cuyo núcleo creador toma el entorno urbano de nuestra ciudad, con las lógicas exclusiones.

En medio de estas atmósferas y locaciones (el terrible anglicismo), se mueven unos personajes, unas criaturas que sufren y disfrutan, que nacen y mueren hasta perderse en el infinito del olvido. Desde ese extraordinario personaje llamado Leonardo Quijano o Lilahuiro como firmaba sus retratos y poemas incoherentes, que se pasea con su orgullo de orate por las páginas de la novela Tierra de leones 1997) de García Aguilar, y La última inocencia (1989) de Néstor Gustavo Díaz, hasta la estrambótica matrona Floribandalia Huasipungo de La loba, o su no menos escandalosa monja la madre Anatolia. Niños huérfanos, arrinconados por la vil pobreza y hasta románticos gestores culturales. Son algunos tipos humanos de la legión que ya está plasmada en la saga de la literatura de Caldas. En mis aguafuertes, trato de aprehender con mi lente a los seres anónimos que circulan por nuestras calles, dignos protagonistas de una historia de ficción, como los que hacían a Honorato de Balzac y a Stendhal seguirles los pasos hasta verlos perder en un oscuro callejón sin salida, mientras urdían, bajo el impero de la imaginación, la biografía de su tragedia incógnita.

Estas son, pues, mis aguafuertes, como un ejercicio de penetración en los rincones desapercibidos de criaturas y situaciones que eventualmente podrían sugerir otro balconeo en la escritura.

En torno a un miserable café

Si pudiéramos ver circular las ideas como jirones de fantasma en torno al rostro solitario y pensativo de un hombre que se toma un tinto en una mesa de café público, ¿qué podríamos encontrar? Todos los días se ven, dotados de una contagiosa soledad que inspira quien administra el paso de las horas sentado en una silla por la que paga bajo la disculpa de una pírrica consumisión. Y el tinto empieza a enfriarse de tanto postergar su ingestión, tasado sorbo a sorbo, pero no puede, de ninguna manera agotarlo, pues corre el riesgo de que la empleada levante los trastos y se vea en la obligación de irse o de comprar otro que también se le enfriará como frías tiene las esperanzas de que llegue alguien con una noticia nueva o al menos con más dinero que no mezquine su derecho al lugar público.

Este hombre, lo más seguro, es un desempleado que ha puesto a incubar hojas de vida en empresas que despiden gente todos los días. Ve con temor que la hora del almuerzo se acerca, que a su alrededor algunos departen sobre amores fallidos, negocios en grave riesgo o simplemente conversan para mitigar la soledad de las multitudes. Aunque no fuma, le toca absorber el humo de los viciosos adobado por el sabor fisiológico de pulmones y gargantas ajenas. En realidad no son muchas las ideas que pasan por su mente, sólo el martilleo de la desilusión, al filo de las necesidades básicas que no logra asegurar ni para él ni para los suyos. Mientras tanto, hay sobresaltos que se agregan a su coyuntura existencial: el local se llena y él ocupa una mesa con tres sillas vacías. Los otros clientes piden bebidas que sí justifican la mesa y mientras tanto se siente mirado, cuestionado, como un usurpador de la placidez de aquellos que sí pagan por un derecho al local. Ni siquiera el golpe intermitente de las bolas de billar atacadas por quienes encubren el desahucio laboral en el juego, armoniza con su estado mental letárgico y compungido.

Finalmente el pobre hombre abandona el lugar; le queda con qué pagar el tinto de la tarde con el que sorteará el insidioso paso del tiempo, hasta que llegue la noche y con ella un suculento café preparado con panela al que no tendrá que administrarle el calor, así sea de lo poco que aún sobrevive en la despensa familiar.

Mañana vendrá otro hombre en idéntica situación, o será el mismo. Pasarán incontenibles los lunes, martes, miércoles y de pronto será sábado, sin canasto qué llenar de mercado; pero si vendrá el domingo y su aturdimiento de inactividad pagada. Uno u otro poblarán las mesas disponibles en los bares y cafés adonde el ocio, remunerado o no, va a sentarse para otear en el gris horizonte de la ciudad, una posible nueva oportunidad.

Cada vez llegan más cartas

¿Sabe usted qué siente y qué ideas pasan por la mente de alguien que lee su carta de destitución o que recibe la fría noticia de parte de uno de sus jefes? Desde luego que no es necesario experimentarlo en carne propia para comprenderlo, porque ya se ha sentido el miedo que pende de cada uno de los escritorios o sitios de trabajo en estos tiempos difíciles, cuando empieza a incubarse o a presentirse aquel trance ominoso que se sufre por decisiones unilaterales de la empresa y debemos pasar a ser los destinatarios de estos enervantes mensajes.

Pienso que nada distinto siente a un abrumador aturdimiento, a un calor sofocante o a una debilidad extrema que vuelve gelatina las piernas, porque la noticia hoy por hoy significa una condena a la indigencia, sobre todo cuando hemos sido formados bajo el imperio de la em­pleo­manía. Es posible que si es una carta de insubsistencia o una cancelación de contrato, aunque incluya indemnización, sus letras empiecen a correrse ante la mirada y el papel a temblar frente a lo irremediable.

¿Qué decirle a alguien que ha sido despedido? Creo que nada. Resulta tan inútil e hipócrita como los pésames que supuestamente mitigan el dolor por la muerte de un ser querido cuando sólo al duelo le significa verdaderamente. No es posible ponerse en el lugar de nadie que acaba de cortar su vínculo laboral que le garantizaba una existencia medianamente digna y tranquila. El despedido sale de la institución como alma en pena, sin horizonte distinto al de un mañana lleno de incertidumbres, por completo abocado al estado primario de la lucha por la subsistencia, mientras siente que sus valores morales y éticos se estremecen al ritmo del miedo que sufre de morir de hambre y de no poder responderle a los suyos. Por supuesto, esto no quiere decir que el despedido tenga que ingresar a las filas de la subversión o de la delincuencia común, pero el sistema tampoco puede aspirar a que el estoicismo le reviente la lucidez a esta nueva víctima de la nueva loca de la casa que ya no es la imaginación sino la economía.

¿Cuál es el mensaje que llevará a los suyos el recién desvinculado? Tal vez una noticia maquillada por la remota posibilidad de un reenganche “cuando las cosas mejoren”, según el jefe, aún sabiendo que nadie dijo nada de eso, pero ¿quién aguanta las miradas de la prole y de la pareja mientras el mundo se derrumba? Otros son osados y se tragan el sapo. Llegan y con tono envalentonado mienten para decir que por fin se quitaron el yugo laboral de encima y que con las cesantías van a ser los empresarios del futuro. Un futuro que tampoco deja despegar a los micro empresarios, mucho menos cuando éstos carecen de la malicia comercial de los dueños y ante todo de la calculada serenidad de poder despedir a sus subalternos, como ya lo hicieron con él, en el momento en que los costos de la nómina amenacen la estabilidad del chuzo.

El despedido quizás llore y se emborrache de despecho por el desaire de un sistema indiferente. O quizás se suicide o muera de infarto por no soportar la presión del escalofriante mañana que se anuncia. Otros se enloquecerán y terminarán como el Coronel a la espera de una pensión de gracia, de esas que se cuelan en la maraña de las leyes, pero que aplicarlas resulta imposible porque definitivamente el golpe de gracia para el desgraciado ya está dado.

Y sigue tan campante

Ahí va el político escoltado de solícitos amanuenses, lagartos, desem­pleados, ingenieros a la caza de contratos y licitaciones, profesionales recién graduados, bachilleres desahuciados, jóvenes con sus encantos en hipoteca. El grupo que rodea al líder es todo un séquito de obsecuentes servidores que como un río humano a veces se detiene porque el doctor va a saludar a alguien que necesita halagar con su deferencia. Mientras tanto, todos los siervos permanecen expectantes, quietos, con el borbotón de la adulación a flor de labios o la queja reprimida durante el fin de semana. Pero, por fin, la procesión arranca de nuevo y se dirige a la gobernación, la alcaldía o el ministerio y en la primera compuerta se quedará un buen porcentaje de los gregarios, mas llegarán otras puertas que filtrarán al resto hasta quedar solo los más aventajados y curtidos aduladores. Al escritorio del alto funcionario sólo ingresarán el político y dos hombres de confianza que oficiarán de guardaespaldas a prudencial distancia desde donde se habla de todo menos de los pedidos que se hicieron durante la procesión. Ya habrá lugar para hablar de ellos por teléfono o durante la cena.

Afuera siempre habrá quienes esperen el resultado de una gestión en­mar­­cada por la intriga y la recomendación entre altos heliotropos; pero el político no volverá a salir por la misma puerta porque se escapó en el BMW del ministro a través del garaje que queda en el subterráneo del edificio. Tal vez se dejará ver en otra ocasión en un lujoso restaurante donde la severidad de los meseros impedirá cualquier acceso y entonces habrá que esperar la levantada al baño para abordarlo junto al lavamanos y disimular la sorpresa de un encuentro fortuito para acorralarlo con la propuesta. Él sonreirá secándose las manos y evocará al Pilatos de Semana Santa para trasladar la petición a uno de sus asistentes quien se encargará de desbrozar los caminos enmalezados.

Pero el político habla por la radio, impone su voz y sale por la pantalla chica del televisor con la mejor de sus sonrisas y el más nuevo de sus vestidos, dando declaraciones que ocultan al fascista si es conservador o al ateo anarquista si es liberal, pero ambos despotricarán dientes para afuera contra la oligarquía mientras diseñan la propia, o contra el gobierno hasta que los llamen a colaborar, lo cual harán previas consultas a las bases bajo el eslogan de un sacrificio por la Patria. Y si es de izquierda tomará prudente distancia de los cocteles bicolores para condenar a los violadores de los derechos humanos y amonestar como un padre alcahuete los excesos de la guerrilla.

Nunca es tan visible el político como en vísperas electorales, ni tan esfumado una vez consolidados los resultados en las urnas. Más tarde que temprano volverán a recorrer las calles de los pueblos y de los barrios pobres de las grandes ciudades, dotados de una contagiosa simpatía y generosidad en promesas. Algunos adquieren la aureola de intocables y descuidan la clientela porque piensan que ya es suficiente con el prestigio cultivado, otros se untan de pueblo entre las fritangas, la chicha, el aguar­diente, la cerveza y los mano­seos de sus coterráneos. Es posible que el político haya empezado como líder cívico o nueva alternativa y en sus primeros pinitos hubiera lanzado anatemas contra la corrupta casta política; mas poco a poco aprendió a colorear su piel de camaleón y terminó por mofarse de los relevos generacionales, tan bien intencionados, tan honestos, tan románticos, tan inocentes o no nos digamos mentiras, tan pendejos.

La carrera del rebusque

Hay imágenes raudas que recuerdan a las fieras tras su presa en una pradera africana. Y no es indispensable que sea el popular canal Discovery el que nos proyecte sobre la mente a las pobres bestias en pugna por la supervivencia. Cuando veo en una calle céntrica correr en desbandada a hombres, mujeres, niños y niñas con costales en la mano, dejando caer frutas y verduras o empujando enloquecidos una burda carreta llena de alimentos o cualesquier otra mercancía, entonces, evoco aquellas imágenes crueles que la naturaleza explica por la ley de la supervivencia.

En Colombia fue la Constitución del 91 la que consagró o rescató los derechos fundamentales, todos tutelables, entre ellos el derecho al trabajo. Por ahí quedó consagrado el derecho al espacio público que ignoro que tan inalienable sea, aunque lo cierto es que a los alcaldes les corresponde garantizárselo a sus ciudadanos y por ello se ven entre la espada y la pared al correr el riesgo de ser demandados por alguna persona que considere que su integridad corre peligro en una calle por culpa de la ocupación indebida de vehículos o de los mismos vendedores ambulantes. Por eso, cuando acuden a la fuerza pública son centro de la tormenta de los sociólogos o de los defensores de derechos humanos.

Palo porque bogas y palo porque no bogas. En todo caso, el espectáculo es deprimente. En cada uno de aquellos señores mal alimentados encuentra uno la mirada de la víctima inocente de un sistema que consagra el Derecho al trabajo en letras de molde, sólo para los que se creen con derecho a que les dejen las calles libres como en un día festivo soleado. Son ellos los que se quejan, los que se fastidian porque de pronto tropiezan con una carretilla en el andén o se sienten acosados por las ofertas, después de haber pagado los productos a precios dobles en el supermercado. Desde luego que el supermercado paga impuestos y con ellos da trabajo, entonces la cuerda se rompe por lo más delgado, porque el negocio no puede contratar a tanta gente y en cambio la calle sí, como un inmenso mostrador donde se subasta la angustia del pan diario.

Por supuesto, estas imágenes no son exclusivas de la crisis actual que vivimos. Son la reproducción en serie de una cadena de desgracias ajenas. De quienes no tienen más alternativa que jugársela al rebusque mediante una inversión mínima de capital para el plante. A veces uno no entiende cómo alcanzan a subsistir con la venta de baratijas o alimentos de cosecha, si en un cálculo al vuelo, apenas si hacen para un arriendo modesto. Aún así, ahí permanecen todos los días, dispuestos a jugársela en las esquinas, mientras llega la camioneta y sus agentes de verde a pegarles el susto de la jornada. ¡Golpe mortal a estas paupérrimas economías lo que significa un decomiso! Hasta que llega la reubicación en locales modestos y funcionales donde el ejecutivo calmará su conciencia por unos meses. El vendedor ya no ambulante, pagará un impuesto bajo el eufemismo de la contribución hasta que poco a poco se convierta en impuesto. Mas, qué importa, después de tanta lucha, al fin se logró un sitio decente, techado y con algunos servicios públicos mínimos. Afuera empiezan a retoñar las nuevas generaciones de vendedores ambulantes, los mismos que tarde que temprano vendrán a ocupar los otros pabellones de la plazoleta o simplemente sucumbirán a las batidas que la legalidad ordena para preservar el espacio público de los que tienen empleo. Todo en aras de los infalibles derechos fundamentales. Cosas de la equidad y de la justicia social en cuyos nombres se han cometido los más atroces de los crímenes.

La desbandada de los amanuenses

Se vieron siempre en los alrededores del Palacio Nacional, después de las gradas de ingreso a los ascensores o debajo de la saliente del edificio, en la carrera veinticuatro, en territorio del agonizante Adpostal. Sentados frente a sus máquinas de escribir portátiles, en sillas y mesas enclenques, usando pedazos de papel carbón, hojas blancas rescatadas de la lluvia y del ultraje de los clientes, para escribir el memorial, la petición, la demanda de tinterillo subdesarrollado, la acomodación de una fecha en el registro civil. Reciben pírricos honorarios por sus servicios de textos impresos bajo golpes de artríticos dedos que pulsan las teclas desiguales sobre el rodillo y en la mayoría de los casos logran letras desdibujadas por la acumulación de tinta en sus tipos. Desde luego que sus clientes corresponden a la categoría social del servicio. Se trata de modestos ciudadanos que manejan el afán de una requisitoria financiera; el memorial para acudir a la magnanimidad de un juez incógnito o el extenuante juicio de una reclamación laboral. Provienen del campo, de la provincia, de los barrios alejados de la ciudad; pero surten el trámite, gracias a la diligencia temblorosa de estos amanuenses de la calle.

Sin embargo, cualquier mañana vi a varios de ellos con sus máquinas de escribir bajo sus brazos. Deambulaban a la búsqueda de un cliente, en el hall de ingreso al mismo Palacio Nacional de Manizales. Sus mesas y sillas habían desaparecido y entonces no entendí el por qué todos ellos, unos cuatro o cinco, cargaban sus instrumentos de trabajo, algunos evidentemente pesados. Entonces, alguien comentó que, como a los vendedores ambulantes, a los escribientes del Palacio Nacional, los estaba persiguiendo la policía encargada de cuidar el espacio público. Por eso actuaban como gitanos y caracoles con su oficina a cuestas, expectantes como comadrejas del desierto por el enemigo que de pronto aparece en el horizonte. A sus condiciones de personas que subsisten de su humilde trabajo, a estos amanuenses callejeros los ataca la mengua de su salud por los años. Casi todos son ancianos, sin ninguna oportunidad laboral digna. Escriben para otros. Responden a los dictados ajenos y sobre las páginas blancas consignan tribiales argumentos ante los tribunales de Joseph K.; y de vez en cuando, iluminan a su cliente con un giro idiomático o una oración cliché, aprendida de la costumbre, o robada a algún tinterillo mañoso que posee abogado de fachada para sus alegatos.

Algunos escriben cartas de amor que al agricultor ingenuo le parecen un primor como gancho para arrebatar la sonrisa de la dama del surco. Pero casi todos, son la proyección en el tiempo de Bartleby de Heman Melville, con su figura “pálidamente limpia, lastimosamente respetable e incurablemente desolada”; con su abrigo roñoso, su enigmática indiferencia, que de pronto se le rebela al patrono y “prefiere no hacerlo”. Mas nuestros Bartlebys ni siquiera pueden acudir al recurso extremo de la indiferencia y negarse a escribir los dictados de la miseria. Por eso, son capaces de cargar toda una mañana y toda una tarde, sus máquinas de escribir portátiles debajo de sus brazos, como el vendedor ambulante su carreta de verdudas y frutas empacadas. Tampoco pueden negarse a abandonar la oficina y convertirla en su hogar como el personaje de Wall Street de 1856, porque las calles no tienen puertas y ventanas que cerrar. Su espacio de trabajo es amplio y ajeno. El horizonte está lleno de gente que embolata las horas; de autos que pasan indiferentes por la calle hacia destinos desconocidos.

Estos amanuenses regresarán a sus casas extenuados de combatir contra la persecución oficial y de alertar sus sentidos, pendientes de un cliente. Sus máquinas de escribir reposarán en un rincón de la alcoba hasta el otro día, cuando de nuevo desafiarán con sus retazos de escritura, la implacable realidad de la subsistencia. ¿Será que alguno de ellos, desgaja briznas de energía para sentarse en su hogar y escribir textos que escapen a la dictadura del rebusque, como una forma de eludir la imposición de la palabra ajena?

LA CONSPIRACIÓN CELULAR Y LA CIGARRA

En el mismo escenario de los amanuenses de la calle, un grupo de jóvenes, entre los veinte y treinta años, cargan teléfonos celulares en sus manos. En torno a ellos se forman corrillos de personas de ambos géneros y de distintas condiciones sociales. Los celulares pasan de mano en mano. El dueño marca el número, pregunta por el interlocutor al otro lado de la línea y luego entrega a la joven para que establezca la comunicación con su novio, su padre o su madre. El control se lleva en un reloj de mano y una vez colgado el sistema, la contabilidad es sencilla. La llamada costó apenas unos mil pesos. Menos que un minuto de tarjeta prepago y todos satisfechos. Pero la transacción elemental de un servicio de telefonía celular callejero no es tan sencilla. El dueño del aparato celular ya no posee el chaleco amarillo donde consignaba el valor del minuto por llamada, a un precio que hace palidecer las tarifas de larga distancia convencional, las de las otros operadores, porque los planes postpago oscilan entre los quinientos y los dos mil minutos, entonces finacieramente son rentables. Pero ahora la autoridad también los persigue. Por eso se tuvieron que quitar el chaleco de motociclista sin moto e ingresar al mundo de la clandestinidad laboral.

El cuadro que forman los vendedores de minutos celulares es bien peculiar. Sus corrillos crean una especie de atmósfera magnética, de nerviosismo, porque también ellos están amenazados. A veces entregan el celular a su cliente mediante gestos de simulación nerviosa y movimientos que recuerdan las escenas fantásticas de Matrix y sus héroes que esquivan las balas con el doblez de su cuerpo hacia atrás. Las palabras dentro del círculo salen friccionadas, recortadas, primitivas: “listo”, “llame pues”, “ojo”, “cuidado”, “setecientos cincuenta”, “¿los tiene menudos?”. Y qué decir de los usuarios del particular servicio: tampoco desean ser oídos y por ello se alejan momentáneamente del corrillo para entablar su comunicación. Mientras tanto, el vendedor de mensajes permanece al tanto de los movimientos de su cliente que cuando termina le regresa el aparato que él recibe con simulada cortesía, como si fuera de una amiga.

Al frente de las gradas del Palacio Nacional se encuentra el café La Cigarra, uno de los bares más populares de la ciudad. Sitio de reunión de una faunocracia disímil que va desde el desocupado hasta el político en trance de lanzarse a una candidatura. Por allí pasan los funcionarios de los juzgados, la registraduría, oficinas y negocios cercanos. O el periodista a la caza de una noticia o de un chisme político, porque según dicen los enterados, ya no es en el exclusivo Club Manizales o Corporación Centro donde se urden los acuerdos políticos que sacan del cubilete los nombres del próximo alcalde o del gobernador, sino que es en La Cigarra, donde los interesados echan a volar el rumor que poco a poco adquiere cuerpo y realidad. En algunas oportunidades es tanto bullicio del local que el espectador desprevenido llega a la conclusión de que nadie conversa, que nadie escucha, que todos se desfogan sin receptor conocido. En síntesis, que todos los clientes de La Cigarra están allí para que los vean, para que no los olviden, en un ambiente artificial en el que hacerse embolar es sinónimo de elegancia o de prosperidad.

Desde luego, también entra gente respetable. Mejor dicho: todos son respetables, porque quienes van a la Cigarra, lo hacen con propósitos que tienen relación con el ocio creativo o con el instinto de conservación de las especies, en las que la diversidad, como en la Isla Galápagos, es su mayor atracción. Fatiga y hasta asombra capturar en su interior esa amplia gama de tipos humanos: los vendedores que descansan de cargar maleta; los jubilados que distraen el día con sus amigos sin concertar citas; los que buscan al político influyente por razones obvias; el político que es menos influyente de lo que creen sus amigos; el sediento que jura nunca haber tomado un mejor tinto o una mejor aromática en otro establecimiento de su índole; el lustrabotas que siempre mete baza en la conversación de la mesa y hasta posee apuntes válidos de los cuales se apropiarán sus ocasionales patronos; la mesera amable que trata con familiaridad a un ochenta por ciento de sus antiguos clientes y le sobra sonrisa para el veinte restante; los vendedores de lotería que circulan por las mesas con la esperanza de desprender siquiera un quinto de su cartapacio de la suerte.

Delante de la Cigarra: los amanuenses con sus máquinas portátiles; los distribuidores de llamadas celulares; los desprogramados de la economía; los transeúntes que se abren paso entre la multitud. Y arriba, los cuerpos del Palacio Nacional, descascarado por el tiempo y los terremotos, conservando su figura de mole monstruosa o de largarto antediluviano que muda sus escamas convertidas en débiles azulejos que son atraídos por la gravedad.

¿Quién ataja al cliente?

Ahí se ven con los codos sobre la vitrina y la mirada perdida en la gente que pasa sin detenerse frente a los maniquíes. Algunos se sitúan en el hall, otros en la puerta de acceso al local desde donde inquieren a los afanados transeúntes sobre necesidades inexistentes. A veces quisieran atravesárseles en el camino y obligarlos a entrar para vestirlos con ropa nueva que pagarán en cómodas cuotas mensuales donde la inicial cancela el valor original que le cuesta al almacén el artículo. O para convencerlos de la urgencia que implica la vida moderna de ahorrar tiempo valiéndose de los electrodomésticos que empiezan a desplazar la costosa e inconseguible mano de obra de la doméstica.

En tiempos como éstos, donde la economía no despega, los almacenes permanecen vacíos, pobres de empleados que ven languidecer la fortaleza financiera de su jefe y con ella inminente insubsistencia. Los avisos de promoción que buscan mover inventarios, se reemplazan fácilmente por el “se permuta”, “se alquila”, “en liquidación” o “se vende”. Después del trance agónico quedan flotando las imágenes de las personas que ayer engordaban sus salarios básicos con las comisiones de venta y podían estudiar de noche en la universidad privada para ascender algún día en la pirámide social. Mas el sueño rápido se vuelve pesadilla: al local sólo entran los acreedores que exhiben como credencial amenazante la letra de cambio que respalda la obligación sin cancelar por el patrono. También ellos andan presionados por la compañía para que recuperen la cartera morosa, so pena de terminar en la calle donde siempre han estado, pero sin maletín ejecutivo.

Mas de todo esto hay un aviso que pasa de infame en la puerta principal de un negocio. Aquel que reza: “Nueva administración”, como si quisiera expresar que ahora sí porque la anterior no servía o era deshonesta. Nueva administración de aires es lo que requiere nuestra sociedad acongojada por las malas noticias de las quiebras financieras. No porque los antecesores hayan sido los malos del paseo, sino porque subsiste la culpa de castas privilegiadas pero insensibles que sólo le apuestan a la picardía, a la corrupción.

Todavía hay almacenes, ferreterías, restaurantes y otros negocios comerciales abiertos, aunque cada vez con menos gente y por supuesto más trabajo, mala remuneración, humillaciones a granel, terror a la vacancia y obvio el chantaje latente de una empresa que escasamente sobrevive, unida a la demanda de mano de obra que cuando decide ingresar al negocio es para pedir trabajo y nunca para comprar. ¡Qué tristes y desamparadas se ven las bellas caras de las jóvenes dependientes, ajadas por la incertidumbre de un comprador que nunca se detiene y se aleja cada vez más!

¿QUIÉN SOBREVIVE A LAS COINCIDENCIAS?

Aunque no me crea, todo esto es cierto,
dijo el condenado.

El sábado 3 de junio de 2000, al recibir La Patria encontré en primera página un aviso funerario que invitaba a las exequias de doña Mariela Isaza de Restrepo en la sala de velaciones Jardines de la Esperanza. De inmediato evoqué la figura alta, de complexión gruesa y cabello blanco ensortijado de una gentil dama que en alguna ocasión me había buscado en mi cubículo de profesor del programa de Filosofía y Letras, con el fin de enseñarme parte de su producción poética que consistía en un libro argollado de más de doscientas páginas, pues quería recibir orientación sobre la pertinencia estética de los mismos, a los que se refería con especial cariño. En medio de mis ocupaciones acepté echarles una mirada y conceptuar, aunque le advertí lo escurridizo que es el objeto lírico como para diagnosticarlo. Aún así, me confesó que confiaba plenamente en mi criterio evaluativo desde cuando leía mi página en Papel Salmón sobre libros titulada Agenda Crítica. También me halagó diciendo que muy pocas de mis conferencias e intervenciones sobre literatura se había perdido. Total, entre la lisonja y la calidez de un favor, acepté la lectura de su obra.

Pasaron los meses hasta cuando después de varias comunicaciones por teléfono pude darle un espacio en mi oficina, donde le ofrecí un análisis de las debilidades y fortalezas que mostraba su obra inédita, no obstante estar respaldada por un prólogo del poeta salamineño Daniel Echeverry, el inmortal autor de “Elegía a la muerte de una abeja”. Demostrando pundonor, humildad y entereza aceptó mis sugerencias, aunque reconocí que doña Mariela era dueña de un gran talento expresivo, el que, desde luego, se veía deslucido por las fallas propias de la iniciada. La animé a pulir y sobre todo a escuchar nuevas voces sobre sus textos y porqué no a publicarlo luego. La dama salió de mi oficina muy satisfecha y mi persona con el alivio de un cargo de conciencia suprimido, luego de tantos días de no haber podido atender su pedido.

Todo esto recordé esa mañana sabatina mientras leía y releía el obituario. Hasta que pasó el aturdimiento que conlleva la presencia de la muerte de una persona cercana a nuestros afectos y cuya última imagen, como la de doña Mariela, desbordaba de vitalidad y entusiasmo, ante todo, devoción por las letras. Por eso me dispuse a visitar la sala 4 de Jardines de la Esperanza donde reposaba su cuerpo y así lo hice. Llegué a las nueve de la mañana y vi el féretro cubierto de coronas de rosas finas de todos los colores, expresiones de pesar y de dolor de personas e instituciones que se hacían presentes en el velorio de la ilustre dama. Debajo del catafalco, el piso estaba virtualmente tapizado de coronas. Entonces empecé a escudriñar entre los rostros de los asistentes con el deseo de encontrar semejanzas que me relacionaran con alguno de los familiares de doña Mariela y creí detectar en la faz de una señora, los rasgos familiares de mi amiga. Sin duda se trataba de su hermana, pero no me atreví a abordarla.

Por fin, surgió Beatriz de la sala de descanso aledaña al velatorio. Beatriz había sido mi alumna de Literatura en Filosofía y Letras. Era del grupo de profesionales que optaron por tomar cursos en el programa, gracias al sistema de créditos, por lo tanto, deduje que era amiga o familiar de doña Mariela, ya que la ahora occisa solía visitar los corredores del segundo piso donde funciona el programa, donde precisamente dio conmigo como un posible consejero literario. Beatriz conversaba con una amiga. Se encontraban de pie y así permanecieron cuando las envolvió el murmullo de un rosario que inició con devoción automática una de las ancianas que estaban sentadas. Pero, las tenía a tiro y en cualquier momento podría abordar a Beatriz y preguntarle cómo había sido el repentino deceso de doña Mariela. No obstante, en un descuido Beatriz se dirigió al salón de descanso y su acompañante tomó asiento junto a mí. Al saludarla, me confundió con mi hermano Fabio, el autor de Mitos, espantos y leyendas de Caldas, libro que me confesó se había convertido en un bocado delicioso para sus sobrinos que jamás pensaron que en los recuerdos de sus mayores existieran personajes de esa clase, después de Dragón Ball Z y Pokémon. Aproveché la confusión simpática con mi hermano, que no ha sido la primera y la indagué sobre la fallecida. Y claro, me describió a doña Mariela Isaza tal como yo la había conocido: alta, acuerpada, de pelo cano, sonrisa amplia, oriunda de Salamina y viuda de un señor Restrepo, hombre de negocios. Lo único que mi acompañante no sabía era que ella escribiera poesía, lo cual la admiró positivamente, mas no la extrañó, dada la estirpe de la dama. Un cáncer maligno la había agotado los últimos meses. ¿Últimos meses?, pensé yo. Sí. Ella había estado en mi oficina a finales de octubre de 1999, o sea que su agonía le había durado un semestre largo, donde según mi vecina de asiento, el carcinoma le había borrado toda su arrogante complexión. Lo que es la vida, y pensar que la imagen que me había llevado de doña Mariela era la más saludable del mundo.

En un alto de la conversación resolví entrar a la sala de descanso donde encontré a Beatriz, mi ex alumna, hablando por teléfono. Después de terminar, la abordé y le manifesté mi conturbación por la pérdida de alguien a quien yo había conocido de cerca. Al preguntarle qué vínculo la unía a la occisa me dijo que era como su madre. En realidad Beatriz era su sobrina, pero desde muy pequeña había sido criada por ella en su casa. “¡Y pensar que escribía poesía!”, le expresé como armando un halago póstumo que aliviara parte de su dolor ¿Poesía?, exclamó. ¡No, no, profesor, usted está equivocado¡ Ella nunca escribió poesía, la que escribió poesía fue la otra Mariela, que también es Isaza, de Restrepo, de Salamina y viuda.

Cualquiera puede imaginar mi asombro y mi incomodidad. Los cabos sueltos se juntaron al contarme que al velorio habían llegado varias personas a lamentar la muerte de la otra Mariela. Incluso, varias de las coronas pertenecían a empresas y gente que las dirigió a la memoria de la poetisa inédita. Luego de aclaradas las cosas decidí retirarme, no sin antes sentarme junto a la amiga de Beatriz y aclararle entre divertido y compungido, la cruel coincidencia. También se sintió sorprendida y, como yo, pensó que cuántas personas ya habrían estado allí, de visita, sin saber que la difunta era otra homónima con todas las de la ley.. Antes de despedirme, le pregunté el nombre a la amiga de Beatriz y sonriente me dijo: Margarita Vélez. Cuando abandoné la sala de velación no hacía sino pensar en que también mi hermana se llama Margarita Vélez

Razones líricas para un nombramiento

En año 2000, la Universidad de Caldas convocó a un concurso de méritos para proveer treinta y cinco vacantes en cargos administrativos de distinto nivel y categoría. Cuando quienes vimos esa cantidad de gente haciendo cola para recibir los formularios y luego diligenciarlos, no pudimos menos que sentir escalofrío porque los aspirantes iban desde el hall central hasta las oficinas de personal del Alma Mater. Se calcularon alrededor de cinco mil interesados en concursar para la baja cuota de vacantes. De éstos reunieron requisitos unos tres mi quinientos, lo cual dejó una relación de cien a uno, aproximadamente. Aún así, todos siguieron los engorrosos trámites donde lo de menos es el gasto que implica allegar constancias y sacar fotocopias de documentos exigidos. Por desgracia el fallo de una alta Corte tumbó todos los concursos ligados a la Función Pública, hasta que el Congreso no los reglamentara. Lo más triste fue que el proceso estaba ya en la etapa final del análisis de antecedentes para la publicación de los elegibles. ¡Más esperanzas colgadas de la brocha!

Este cruel episodio, donde el ciudadano queda aturdido sin saber siquiera quién fue el responsable de los absurdos kafkianos, me recordó como para mitigar el sabor amargo de mis semejantes, el caso de un amigo con veleidades poéticas (para colmos) que se presentó a un concurso para la provisión de un modesto cargo de mensajero en una entidad financiera. Aquella mañana me lo encontré eufórico (no parecía poeta), dicharachero (no parecía desempleado) y optimista (no parecía colombiano).

  • ¿No me digas que te ganaste un concurso literario? – le dije en sentido de broma amable
  • Nada de eso compañero. La poesía da espera y el estómago no – me respondió contundente y medio trascendental, lo cual me sorprendió- Acabo de presentarme para una vacante en el Banco X y voy por el puesto, así sea de mensajero
  • ¿Mensajero? Ah bueno, después de tu aventura como vendedor y ahora que nadie compra nada, le dije apoyándolo. Y bien, ¿por qué estás tan seguro de ganarte el concurso? – Le pregunté, recordando que apenas era bachiller clásico con veleidades líricas, nada recomendables para poner en una hoja de vida
  • Aquí donde me ve soy el más op­cionado. Y no importa que compita con profesionales
  • ¿Profesionales de la mensajería, dices? – el Sena u otro instituto de capacitación, supuse-
  • ¡Nada de eso! Profesionales de universidad. Hay dos economistas, un administrador de empresas y tres ingenieros que están dispuestos a trabajar por un poco más del salario mínimo
  • Y ¿todavía crees que les vas a ganar? Mira que ellos son gente formada, con respaldo académico. ¿No serás demasiado optimista?
  • Lo contrario compañero. ¿Cómo crees que la gerente va a ser tan pendeja de colocar de mensajero a un doctor para que al otro día le empiece a correr la silla? Del grupo soy el único bachiller y ese puesto es para mí. Zapatero a tus zapatos.

Tenía razón, el primero del mes siguiente mi amigo era un humilde mensajero de banco. Hoy, tres años después, es cajero, aunque estoy convencido de que su ascenso se debe a que ya no escribe poesía.

NOTAS

*Las aguafuertes: ¡En torno a un miserable café”, “Cada vez llegan más cartas”, “¿Quién ataja el cliente?” , “La carrera del rebusque” y “Razones líricas para un nombramiento”, fueron publicadas en la Revista Academos Año 5 Nro. 2, julio-diciembre de 2000. La introducción ha sido modificada para captar el sentido de estas viñetas-crónicas, dedicadas a la recreación narrativa de unos sectores claves de la ciudad. El resto del trabajo es original para el Congreso de los Nuevos Juegos Florales de 2003, y hace parte de un proyecto que abarca otros espacios y personajes, merecedores de un tratamiento híbrido que oscila entre la observación aguda y la veleidad ficticia.

**ROBERTO VÉLEZ CORREA Manizales, 1952. Escritor y crítico literario. Decano de las Facultades de Filosofía y Letras (1992-1995) y Artes y Humanidades (1999-2000), Universidad de Caldas. Director de la Especialización en Literatura Hispanoamericana (1997-1998). Director Revista Hipsipila (1992-2002). Profesor en pregrado de la Universidad de Caldas y de la Maestría en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.

Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas y Magíster en Literatura de University of Colorado, Boulder, USA. Obras: Retoños de piedra (cuentos, 1979), Fantasmas del mediodía (novela, 1981), Gardeazábal (ensayo, 1986), La pasión de las gárgolas (Premio de Novela Instituto Caldense de Cultura, 1987), El eterno elusivo del poema (Premio de ensayo, 1995), Luces de Mackenna (ensayos, 1996), Bernardo Arias Trujillo, el escritor (ensayo, 1997), Misterios y encantos de la intertextualidad (ensayo, 1997), Los suicidas de la palabra (Beca de Creación Colcultura-Fondo Mixto de Caldas en cuento, 1999), De lo vivo, díscolo e insondable (Premio de periodismo Gobernación de Caldas, 2000), El misterio de la malignidad. El problema del mal en Roberto Arlt (ensayo, 2002), Literatura de Caldas 1967-1997. Historia Crítica (investigación, 2003). Otras publicaciones en revistas nacionales y extranjeras. Columnista del diario La Patria.

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