La ciudad serpiente: Pieles y mudanzas PENSAMIENTOS EN VOZ ALTA SOBRE NARRATIVA URBANA. John Jairo Junieles

“ Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar/ y una ciudad mejor con certeza hallaré./ Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,/

Y muere mi corazón/ lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez./ Donde vuelvo los ojos sólo veo/ las oscuras ruinas de mi vida/ y los muchos años que aquí pasé o destruí”./

No hallarás otra tierra ni otro mar./ La ciudad irá en ti siempre. Volverás/ a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;/ en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-/ ni caminos ni barco para ti./

La vida que aquí perdiste/ la has destruido en toda la tierra. /

La ciudad.

Constantino Cavafis[1]

Hay un hermoso momento del pensamiento de Marcel Proust que parece una invitación a cambiar nuestra forma de asumir el mundo y la literatura, es decir, nuestra actitud frente a los escritores, esas voces que asumen el trabajo de contarnos nuestro pasado, presente, futuro posible o imposible. Proust le dice a su lector imaginario: “Trata a mi libro como un  par de lentes que miran hacia afuera, y si ellos no te sirven, entonces toma otros”.

Al intentar entender y valorar la literatura actual, y, en especial la denominada literatura urbana, nuestra visión debería pasar siempre por el filtro de ese consejo proustiano. También, no está de más, recordarnos a nosotros mismos esa maravillosa consigna, urdida por el tiempo y la voz del pueblo, que puede sonar dura a algunos oídos: “Las opiniones personales son como los traseros, cada cual tiene uno, el propio  nunca huele mal, mientras que los ajenos casi nunca huelen bien.”

Parto de estas ideas, con el ánimo de dejar claro desde temprano, que estos no son más que pensamientos en voz alta, que se causan en alguna experiencia como lector, y un escaso kilometraje creativo. También, para establecerlas como preámbulo a una confesión personal: no sé con claridad a qué se llama: Literatura urbana.

Literatura urbana, literatura citadina, urbanización de la literatura, literatura suburbial, narrativa de ciudad. ¿Qué pretendemos nombrar con todas estas acepciones, y sus muchas variantes?. ¿Realmente nos sirven como lazarillas para alcanzar el paraíso?, ¿realmente sabemos qué queremos nombrar con estos conceptos?, será que, como siempre, las usamos para sentirnos confiados, señales de transito para sentirnos menos perdidos?.

Quizá sólo por eso hemos creado este concepto, y no nos debe extrañar, pues nombrar es clasificar, y es nombrando las cosas como nos apropiamos del mundo, e insuflamos y reconocemos vida, y somos dioses a nuestra arcillada manera. Entonces, identificar y nombrar fenómenos o tendencias es una necesidad, al tiempo que una actitud que degenera en el facilismo de etiquetar la realidad, de esa manera nos resulta más fácil concebirla y manipularla. Por supuesto, las fórmulas que aplicamos en la realidad las transplantamos al arte.  

Pero, aparte de nombrar a un fenómeno como literatura urbana, a qué conclusiones aproximadas llegamos en torno al concepto, que vayan más allá de la necesidad de fronterizar las cosas para no sentirnos huérfanos de ideas totales, en un mundo donde cada cual inventa su brújula, o escoge la que apunta más cerca de su norte.

Desde hace años he leído diversos textos, en libros, revistas, diarios, y hojas sueltas; he sostenido conversaciones, y delirantes discusiones sobre la gama de elementos que  componen este tema. Todo esto pretendiendo entender lo que se ha dado en llamar literatura urbana, es decir, lo que es, lo que no es, lo que incluye o lo que resulta anacrónico en ella: sus marcas de ciudadanía.

En la marcha he concluido, provisionalmente, que las visiones sobre la literatura urbana cambian según la escuela que asuma el fenómeno, pues cada una ha incubado sus criaturas. Los conceptos sobre literatura urbana, positivos o negativos,  varían de acuerdo a las afinidades y disgustos de quien escribe o comenta. En nuestros tiempos, creo que la mejor forma de acercarnos a una noción aproximada de lo que es la literatura urbana, es a través de la intuición de lector; no digo que nos guiemos en el presente como los romanos, que examinaban las vísceras de los animales para vislumbrar el futuro, digo que a veces no se necesita ver  el ave, a veces sólo nos basta su canto. Entonces, con ánimo minimalista, digamos que la literatura urbana es toda aquella expresión escrita, de cualquier género, que intenta mostrarnos lo que de especial tienen las relaciones humanas en la ciudad. Con la condición favorable de que el lector por naturaleza quiere saber más de su mundo, y el mundo de hoy del ser humano, estadísticamente hablando, es la ciudad; que exige una disposición personal especial, por lo diferente a lo habitual.

El crítico literario argentino Noé Jitrik, en relación con la literatura de su país, nos dice: “Apenas la estructura económica agropecuaria, que no desaparece, es puesta en cuestión y sobrevienen nuevas salidas para el país, lo rural como interpretación del mundo cede paso y lo urbano se torna interrogante apasionado, es la cifra de la comprensión de la vida. La industria y el comercio entrevistos como dimensión concreta alteran modos que parecían definitivos y, peor todavía, que eran presentados como esenciales y los desplazan hacia los que brotan de la ciudad.[2]

La literatura urbana se está convirtiendo, paulatinamente, y para servirnos de una figura de Umberto Eco; en el Ornitorrinco de la literatura. Es decir, la literatura urbana es algo que creemos conocer por lo que nos dicen sus partes, y quizá esas partes no nos dan noticias reales del animal.  Recordemos a Eco, quien nos dice que el filósofo Kant nunca conoció un Ornitorrinco, ni pudo escribir sobre él, el filósofo alemán publicó su última obra en 1798 y el primer ejemplar disecado de este extraño animal llegó a Europa en 1799. ¿Qué habría pensado Kant, de haber conocido al Ornitorrinco? ¿Dónde habría clasificado a este ser cuyas crías maman y nacen de un huevo, que tiene pico de pato y cola de castor?; la existencia de este “collage” de la naturaleza habría modificado sustancialmente su idea del mundo.

¿Realmente la oposición literatura urbana, literatura rural o agraria, deben ser la base para identificar y diferenciar la una de la otra ?. Yo creo que no, creo que las fronteras aveces son tan inciertas que es mejor no demarcarlas; es decir, en muchos casos deben ser límites móviles, casuísticos. Recordemos que somos seres condenados a la interpretación del mundo, y en las ciudades más que todo, pues todo parece que exigiera nuestra interpretación, ¿nuestra valoración?, lo cual está sujeto a los mapas personales.

La literatura urbana nos recuerda la fábula del ciego que ante la trompa del elefante cree que está ante una serpiente, toca las  orejas y cree que son las alas de un águila gigante, toca  los colmillos y se cree ante una vaca, el rabo peludo roza al ciego y piensa que es un caballo, luego el ciego rodea con sus brazos las patas y concluye que sólo es el tronco de un árbol meneado por la brisa, se recuesta entonces en el a descansar, el pobre animal se asusta y pisa el ciego.

¿Por qué sentimos  tan verdaderos, tan nuestros, al Bartleby de Melville, La Metamorfosis de Kafka, al Wakefield de Hawthorne ?. Por qué la intuición nos susurra que esas historias son noticias de un animal literario nuevo, que aborda facetas del ser humano que apenas alcanzamos a sentir desde nuestra condición de habitantes de la ciudad moderna. Cómo evitar despertarnos un día y ser personajes de esas pesadillas no sólo de palabras. Estas historias, en su extraña simplicidad, nos hacen sentir como unos Kant privilegiados, nos sentimos frente a un Ornitorrinco, algo que no conocemos del todo, pero que sabemos que es uno de los nuevos caminos que se abren para la literatura; estilos muy apropiados para contarnos facetas trascendentes de la vida ciudadana.

A la ciudad se va a buscar la privacía, el anonimato, y sin embargo la vida por excelencia en las ciudades es la vida pública; la tienda del barrio, el supermercado, etc. Una vida pública de la que se regresa a la vida privada, y el contraste golpea al ser humano contra las paredes de su individualidad.  ¿Por qué sentimos tan falsa esa actitud perdonavidas de los narradores en tantas obras de nuestro tiempo, que supuestamente muestran la “verdadera” cara de la ciudad, “los bajos fondos” de la vida ciudadana ?

Recordemos una inquietante observación de Cortázar en “Profecía de la novela”, el escritor argentino nos dice: “(…) los tough writers de Estados Unidos, los escritores duros criados en la escuela de Hemingway (alguien podría decir que, más que una escuela, eso fue un reformatorio), novelistas como James Cain, Dashiel Hammett y Raimond Chandler. Parto de la advertencia de que ninguno de estos novelistas es un gran escritor: ¿Cómo serlo, si todos ellos representan una forma extrema y violentísima de ese repudio consciente o inconsciente de la literatura que señalábamos antes?  En ellos se hace intensa la necesidad siempre postergada de tirar el lenguaje por la borda. La abundancia del insulto, de la obscenidad verbal, del uso creciente del slang, son manifestaciones de este desprecio a la palabra en cuanto eufemismo del pensamiento. Todo sufre aquí un proceso de envilecimiento deliberado; este escritor hace con el idioma lo que sus héroes con las mujeres; es que ambos tienen la sospecha de su traición. No se puede matar el lenguaje, pero cabe reducirlo a la peor de las esclavitudes. Y es entonces el tough writers se niega a describir (porque eso da ventaja al lenguaje) y usa apenas lo necesario para representar las situaciones. Los personajes de Hammett no piensan jamás verbalmente: actúan. (…) Lo paradójico es que el lenguaje, rebajado en la misma proporción, se venga de los Hammett y los Chandler; hay momentos en sus novelas donde la acción narrada está absolutamente lograda como acción, que se convierte en el virtuosismo del trapecista o del volatinero, se estiliza, se deshumaniza, como las peleas a puñetazos de las películas yankis, que son el colmo de la irrealidad por exceso de verismo. (…) Esta novelística (que menciono, por supuesto, en sus formas extremas) responde claramente a una reacción contra la novela psicológica (…)[3]

 Pero entonces, cómo se cuenta, como se “debería” narrar, la fuerza de este Ornitorrinco urbano, de este elefante de avenidas, plazas, puentes, rotondas, y, por supuesto, de personas, que son en sí mismas una diversidad. Entonces nos preguntamos a nosotros mismos,  ¿ acaso los ensueños de la imaginación no pueden también producir monstruos?.

Me aventuro: Creo que al interrogarnos sobre lo que es la narrativa urbana, tal vez lo que nos preguntamos son algunas cosas, por ejemplo: cómo se encarnan en palabras la vida de la gente que sobrevive y sueña en la ciudad, ese proyecto infinito que parece atentar contra el horizonte. ¿ Qué emociones especiales despierta en los seres humanos vivir en esos ámbitos, lugares de aparición de criaturas ficcionales que parecen sólo respirar en ellas?. Cómo narrar, por ejemplo, la vida de los barrios de la frontera de Bogotá; esos barrios en las faldas de montañas diezmadas a mordiscos de cantera, donde ondula miserablemente un mar de chozas de madera delgada, plásticos y láminas de lata aporreada. Una ciudad que  hoy es una metáfora perfecta de la colombianidad, donde muchos bogotanos de hoy son el producto de años de mareas de migraciones internas que han arribado por voluntad o por violencia, en busca de trabajo, con la ilusión de vivir mejor; una ciudad donde, por extraños procesos, sobreviven las costumbres regionales de la Costa Atlántica, de la Costa Pacífica, o del País Paisa, y tantas otras zonas de Colombia.

Me cuestiono también, sobre si será real la imagen reiterada, que ya empieza a hastiarnos a algunos, de que la ciudad es el reiterado  archipiélago de soledades, donde millares de individuos apresurados y abstraídos en sus metas, están incomunicados bajo su sombrilla de soledad. No será que, en gran proporción, cada habitante amasa la soledad que quiere, y forja la compañía que merece, no será que esa compañía debería ser una conquista, un producto de nuestra voluntad, que hay casos en que incluso desmerecemos esa compañía.

Yo no sé ustedes, pero a mí ya me está cansando esa literatura excesivamente dérmica, superficial, que nos muestra el mamífero deambulando por la calle, de un espacio a otro, y que después de comer lo imprescindible, una hamburguesa, por supuesto, llega a su estrecha cama a ver televisión e hibernar durante seis horas, hasta la próxima luz. Creo también, que una de las cosas que actualmente más chocan, es ese culto al complejo de la angustia, en el que todos hemos caído cuando pensamos en la ciudad; es decir, explayarnos, solazarnos, regodearnos en la descripción del desasosiego, y no intentar prender una sola cerilla en esa realidad verbal de pesadumbre extremada. “Es hora que el hombre se pase, con armas y bagajes, del lado del hombre” nos invita André Bretón.

No sería mejor, simplemente, mostrar la experiencia de vivir en la ciudad; mostrarla sin debatirla, a menos que las introspecciones de los personajes ayuden a entender los complejos matices de esa vivencia; que el debate surja entre la novela y el lector, sin apostillas ni palabras marginales. Quiero recordar también a André Malraux, ese gran escritor de la selva urbana y humana: “Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que hay algo en él que tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser que exige ese sentido.”

No digo que los escritores nos volvamos colaboradores a tiempo completo de las Selecciones del Readers Digest, o clonarnos en Paulo Coelho. Militantes, fundamentalistas de un optimismo que termina deformando la visión realidad; remedios más letales que la enfermedad. Sólo digo que la ciudad también es una feria, en ella también se funda una mitología de cosas felices. Es cierto, en ella muchas veces no se sabe quien ha llegado esta mañana, ni quien se acaba de marchar de sus calles. Pero la ciudad es también una feria de la fortuna, porque en una ciudad inmensa el chance también es de esa magnitud, un sueño no exento de derrumbes; pero esos colapsos ocurren dentro nuestro, en nuestra voluntad, una voluntad que tiene la medida de nuestro espíritu que a veces es más fuerte que cualquier destino inaugurado en barrios orilleros. 

“La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje. La ciudad habla a sus habitantes, hablamos nuestra ciudad, la ciudad donde nos encontramos, simplemente por habitarla, por recorrerla, por mirarla”, nos dice Roland Barthes. Es cierto, la ciudad no es sólo soledad y desarraigo, como parece mostrarnos la mirada de muchos novelistas de hoy. La ciudad también es un ámbito humano maravilloso en su diversidad. En sus calles todo se nos ofrece, también mucho nos es negado, pero incluso lo que se oculta, también se insinúa si sabemos mirar y nos adiestramos en descifrar la espesura. No por estar nosotros entre muchos en esas calles, dejamos de ser lo que somos, seguimos siendo algo más que algo que se cuenta y mide.

Para muchos la ciudad es un lugar de paso, a donde se va para sobrevivir, donde todos esperan triunfar y nadie espera morirse, vencer y marcharse; pero es extraño, derribados y triunfales muchos se quedan. Como ese vecino de barrio que lleva 40 años tras el mostrador de su pequeña tienda, rodeado de supermercados que pugnan con sus ofertas contra la vocación de conversador del viejo tendero. Ciudades a cuyo corazón se llega en la mañana a trabajar, y luego se vuelve en trenes o autobuses por las noches; es decir, miles de años después seguimos nuestro nomadeo, y nos gusta, porque llevamos en nosotros la aventura que promete toda travesía.

Cambio de piel

Hubo un tiempo en que Roma, aquella aldea fundada por un par de hermanos amamantados por una loba, era una ciudad vital, llena de vida y costumbres; hoy aquella Roma, aparte de una decena de parajes llenos de rocas, no existe. Y si hubieran desaparecido las crónicas, las esculturas y los poemas épicos, poco sabríamos hoy cómo era realmente la ciudad de las siete colinas, que sólo llegó a ser eterna gracias al arte, el derecho, y la literatura.

Entre todos esos cronistas oficiales del imperio, hubo pocos que se preocuparon por aquello supuestamente evidente, por lo cotidiano, por las cosas invisibles de que está echo el presente. Gracias a los apuntes o crónicas de esos pocos, sabemos hoy cómo fueron los hábitos de aquel pueblo que acostumbraba que los ciudadanos hombres se llevaran la mano a los testículos para prestar juramento en actos solemnes; o que el consumo medio de vino era de entre uno y cinco litros de vino por persona al día, y que sólo en el banquete triunfal del general romano Lúpulo se consumieron en Roma cuatro millones de litros. ¿Fueron estos  los principios reales de la literatura urbana?, quién sabe.

Pero la Roma de ayer no es la de hoy, y hay entre muchos elementos uno que desde siempre hace parte de la realidad humana y citadina, y de la problemática de la narración de la vida moderna: El tiempo. Nunca, en ningún otro  momento de la historia, hemos llegado tan pronto a la necesaria conclusión de que el tiempo es ante todo una invención personal, y por eso recordamos aquel artículo de César Vallejo: “El hombre moderno” fechado en París, en 1925.

Habla el bardo y periodista peruano sobre “la velocidad como seña del hombre moderno”. Agrega que “nadie puede llamarse moderno sino mostrándose rápido.” Pero el vate es capaz de mirar detrás del cliché, y señala, con la convicción que lo caracteriza, que “La rapidez sale de saber escoger el empleo del tiempo”. Y con la perspicacia ontológica, que es parte de su esfuerzo, añade que “No hay que olvidar, por lo demás, que la velocidad es un fenómeno de tiempo y no de espacio; hay cosas que se mueven más o menos ligeras, sin cambiar de lugar.” Esa es una de las batallas del Ulises moderno, que vive en cada esquina de su ciudad una Odisea personal; actor de la epopeya del barrio.

No sé que urbanista, o filósofo, fue quien dijo que toda ciudad era un proyecto infinito; por años me ha dado vueltas la inevitable certeza de esa proposición. Inevitablemente esa idea le queda como camisa propia al concepto de humanidad. Por otra parte me despierta también una serie de ideas, que como satélites le dan vuelta a ese concepto que acabamos de recordar.

Por qué tenemos la costumbre de pintar nuestras casas en diciembre para recibir el año nuevo con colores nuevos. Es una especie de borrón y cuenta nueva, y pienso en las culebras que mudan su piel cada cierto tiempo, sin que pierdan la música de su cascabel, y la maldición de su veneno. Entonces caigo en cuenta que efectivamente la ciudad es eso, una serpiente. Y pienso, que no es que la ciudad sea un proyecto infinito, es que es un vivir-morir-reencarnar-vivir, del que sólo nos damos cuenta cuando, poco a poco, asistimos al entierro de la ciudad que hemos vivido; hacemos parte del cortejo, y somos  eldifunto, pues ha desaparecido nuestra tienda, nuestra esquina, nuestro viejo colegio, nuestras viejas y queridas costumbres de corredor.

        Me parece inevitable no recordar a “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino, y la conversación entre Marco Polo y el Emperador Kublai Kan. Marco Polo dice: “… Ocurre con las ciudades lo que en los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa: un temor. Las ciudades como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconde la otra.

Dice Kublai Kan: No tengo ni deseos ni temores, y mis sueños los compone o la mente o el azar.

Dice Marco Polo: -También las ciudades creen que son obras de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pié sus muros. De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya.

Dice Kublai Kan: “O la pregunta que te hace obligándote a responder (….)”

La llamada literatura urbana, es una oportunidad valiosa para descubrir, entre otras muchas cosas, que la ciudad ya no es una urbe que gira alrededor de tres o cuatro centros estratégicos; si no que hay planetas personales por todas partes.

Los cambios territoriales generan cambios humanos, es decir, culturales. El escritor colombiano Fernando Cruz Kronfly, en uno de sus ensayos[4], nos habla dela potencia evocativa de la ciudad. Nos dice que si hay una base para los imaginarios urbanos, está en gran medida en ese pasado compartido, y las convenciones que la memoria gregaria ha construido en ese proceso extrañísimo, en el que un personaje popular o un lugar nos sirve de referencia para siempre, o, así sea,  sólo para algunas generaciones. La recuperación de la ciudad desdibujada por los rápidos y remansos del tiempo y del progreso urbanístico, se alcanza mediante la memoria vuelta escritura. Poco importa la veracidad, la fidelidad de los recuerdos para con la realidad. Desde la Sicología, David G. Myers[5] da cuenta del artificio de la memoria cuando explica que: “Muchos recuerdos no son copias de experiencias que permanecen en depósito en un banco de memoria. Más bien, construimos los recuerdos en el momento de la recuperación, ya que la memoria implica un razonamiento retrospectivo. Infiere lo que debió haber sido, dado lo que creemos o conocemos ahora. (…) reconstruimos nuestro pasado distante combinando fragmentos de información mediante el empleo de nuestras experiencias actuales”.

Pensando en eso, no me extraña, la invitación maravillosa que hace el novelista Ramón Illan Bacca, quien cree que la historia de la ciudad de Barranquilla, donde vive, no debería parcelarse en cifras cronológicas historicistas, sino en los periodos de las reinas del Carnaval de Barranquilla; entonces se diría: “¡ Yo nací en los tiempos de Alicia Primera del barrio Boston!” , o será  comentario de cocina que “mi mamá llegó a Barranquilla en el reinado de Claudia, la boca de cereza, que cuando camina  todo el mundo se endereza.”

 Cruz Kronfly nos dice: “El secreto de este encanto (de la ciudad memoria), tanto para el escritor como para el lector, quizás derive del hecho de que toda evocación constituye una regresión a los instantes de la fundación del sujeto, ligadas a lugares y situaciones”. Entonces recordamos a Mario Vargas Llosa, y su Lima de “La ciudad y los perros”, esa maravillosa novela que este año cumple sus cuarenta años de publicada, o “Conversación en la catedral”, ese altar de palabras levantado en honor de las tiendas, fondas y hostales de la Lima extrema. 

O el infaltable Cabrera Infante, y su Habana recuperable en gran medida sólo en sus escritos; como si cada vuelta de página de “Tres tristes tigres”, fuera en realidad una vuelta de esquina hacia las calles más queridas del nomadeo personal. Por supuesto Gabriel García Márquez y su Cartagena del  “El amor en los tiempos del cólera” aunque sea una ciudad innombrada en la obra, pero presente ladrillo a ladrillo en sus evocaciones narrativas. Y qué decir de la Nueva York de Paul Auster en el guión de su película: Smoke; o la Gran Manzana del joven escritor de origen dominicano Junot Díaz, en su libro de cuentos: “Negocios”[6]magnífico título para un conjunto de historias que nombra el tráfago niuyorkino: negociar la vida, el amor, la paz, los sueños, la misma muerte; como en las costillas de la Murillo barranquillera, o en el Lo Amador y el Olaya cartagenero.

O el inolvidable México D.F. de Carlos Fuentes en “La región más transparente”, de quien voy a recordar su primer asalto: ” Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey. Afrenta, mi parálisis desenfrenada que todas las auroras tiñen de coágulos. ”  Ahí, señores, habla un rostro, no su sombra. Entendiendo por rostro la vida recobrada de la calle, e instalada en su fuerza, no como un fantasma invocado en el papel, sino a su función palpitante de cosa que respira para adentro, y suda, y crece y se reproduce, pero en este caso, nunca muere.

La ciudad es un laberinto, Borges nos asombró un día llamando pan al pan, como siempre el argentino con el toro por los cuernos, rescatando la noción más cierta y cercana de un objeto o de una idea.  Cabrera Infante dice que Borges, ahora, es el autor de culto de los que no tienen cultura; correré el riesgo de pasar por bárbaro y recordaré algunos momentos del pensamiento del hacedor de Funes, quien nos dice: “Me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me atrae, como quien se acostumbra su cuerpo a una vieja dolencia.” Laberinto de posibilidades, muchas veces irrealizables, dice Borges: “Me une a Buenos Aires el espanto, no el amor. Será por eso que la quiero tanto.” Entre más grandes sean nuestros sueños más nos pesan, más imantadas sentimos esas calles en nuestros zapatos, nos sentimos calzando un vacío talla treinta y nueve que sentimos que no llenamos del todo. El historiador de infamias sigue su entrañable, su borrascosa declaración de amor: “Buenos Aires es horrible de fea. Con el obelisco y las macetas de la calle Florida han terminado de afearla. Pero es preferible soportar su fealdad de cerca que sufrir su nostalgia en el extranjero”; “Mis años recorrieron los caminos de la tierra y el agua y sólo a vos te siento, calle dulce y rosada. Calle grande y sufrida, eres la única música de que sabe mi vida.” Y casi como el himno más cierto de sus calles, nos remata: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire”[7]

Pero la ciudad es también la casa de las mil esquinas, que son las puertas hacia las dimensiones desconocidas, esas ciudades interiores, muchas veces intensas, que algunos habitan; universos vedados a nuestra vida entre elegida e impuesta. Cada esquina encierra su dicha y sus cuota de muerte. Entre más se conocen esas calles, más  sentimos un espíritu de pertenencia, porque conocemos ya las coordenadas más próximas a la alegría; el parque de los amigos, la tienda de los vecinos, el corredor de las novias; toda una lotería de piedras, ofertas para apostar el alma. Entonces recordamos de nuevo a Cortázar, quien nos dice: “Las novelas se escriben y leen por dos razones: para escapar de ciertas  realidad, o para oponerse a ella, mostrándola tal como es o debería ser (…) Aunque se indague la esencialidad de seres solitarios e individuales (los héroes de Graham Greene por ejemplo) al novelista le interesan sobre todo los conflictos en la zona de roce, cuando la soledad deviene compañía, cuando el solitario entre en la ciudad,  cuando el asesino empieza a convivir con su asesinado en la vida moral.[8]”.

La literatura urbana es una simulación de la realidad urbana, pero hay simulaciones más integrales que otras, más incluyentes, más ciertas que otras que son leves en el sentido negativo de lo leve, de lo superficial; y no en el sentido de la propuesta de Calvino. Creo que, en el caso de la literatura colombiana, hay experiencias que resaltan, basta ver por ejemplo la obra de Roberto Burgos Cantor, que ya no cuenta la Cartagena soñolienta y provinciana del centro colonial de la ciudad, amurallada por piedras y por almas de abolengos trasnochados; con sus viejas casonas coloniales y sus escudos heráldicos que ya no dicen nada a nadie. Burgos Cantor da el salto de muralla, y empieza a contar la historia de los barrios populares que son  animados por herencias negras, árabes, judías, indígenas. Burgos cuenta lo que muchos historiadores menospreciaron durante años, y que excluyeron de la visión oficial de la ciudad: los barrios de extramuros; los  barrios olvidados por el ladrón de turno en el gobierno municipal; barrios de alegría, de golpes bajos, fintas y zarpazos. Una Cartagena que no se reconoce en esa falsa imagen distorsionada que los poderes y sus medios han levantando. Burgos nos  abre las puertas y ventanas de las casas de un solo piso, casas con puertas abiertas para que entre el fresco de la noche y enfríe las paredes y los rincones; en otras palabras: nos recuerda nuestro lugar más cierto bajo las luces del mito que se funda.

Pero qué ocurre cuando la ciudad cambia de piel, cuando las piedras se vuelven desalmadas, desprovistas del ánima humana. Creo que la combinación entre esa fuerza evocativa del habitante, y lo mucho o poco de piedra que sobreviva de esas viejas pieles citadinas, son aspectos centrales que tienen que ver con lo que llamamos color local. ¿Qué tienen esas pequeñas historias de Nueva Orleans, de William Faulkner, que nos presentan como únicas esa ciudad portuaria de encrucijadas raciales y lingüísticas?.

Qué tienen esas notas periodísticas de “Los perros ladran” de Truman Capote, en las que sentimos que él no poetizó la ciudad, no se inventó esas esquinas, y esos hostales, sino que, simplemente, se dejó llevar por sus músicas particulares, por la voz y vida de sus habitantes: la piedra como una excusa para hablar del hombre.

Charles Dickens, en “Tiempos difíciles” nos dice: “…Era una ciudad de maquinaria y altas chimeneas, desde las que interminables serpientes se arrastraban por siempre, y nunca se desenrollaban…”.  Por su parte, Víctor Hugo, nos comenta en un tono ensayístico, que prefigura una de las tendencias contemporáneas, pensamos en Milan Kundera y Vila Matas: “ Pero una ciudad como París está en una crecida permanente… Son embudos adonde vienen a desembocar todas las vertientes geográficas, políticas, morales e intelectuales de una civilización, por así decir, y también son alcantarillas adonde comercio, industria, inteligencia, población, todo lo que es savia, todo lo que es vida, todo lo que es alma de una nación, se filtra y se acopia sin cesar, gota a gota, siglo a siglo”.

Mario Vargas Llosa nos dice: “Uno tiene determinadas reacciones emocionales con los lugares, es como con las personas. Nosotros tenemos dificultades para saber por qué ciertas personas nos caen simpáticas o antipáticas a los dos minutos de haber estado con ellas. Creo que pasa lo mismo con los lugares. Hay lugares con los que inmediatamente se produce una afinidad, un encuentro, hay allí como una revelación de que ese contacto estaba siendo esperado, buscado y en otros casos lo que se produce es rechazo.[9]

Ihab Hassan, en su “Ciudades de la mente, palabras urbanas”  desmaterialización de la metrópolis en la ficción literatura americana; nos comenta que  la estructura literaria sobre una ciudad, construida en términos de imágenes, personajes y escenarios, deseos y sueños asociados a esa ciudad específica, es  algo determinante para nuestro entendimiento de ella, la forma en que la concebimos la ciudad, la parimos en nuestra memoria,  una arquitectura interna de emociones que es tan importante como la misma estructura física de la ciudad. 

Un caso especial, urbanístico, de cambio de piel, de cómo las ciudades sobreviven a su propia desaparición, son, por ejemplo, los cinemas viejos. Estos espacios son raíces malqueridas de nuestra identidad ciudadana, son, en todas las ciudades, una especie de museos generacionales de la nostalgia para muchas personas que viven o vivieron en la ciudad.

Sí, es verdad, las ciudades son como animales que cambian la piel con el verano de los años, proyectos infinitos muchas veces impredecibles. Pero en qué ha quedado también el concepto de la ciudad memoria, la ciudad erigida en el inconsciente de la tribu. Cuando pasamos frente a esos cines, estamos viendo el cementerio del que nosotros seremos fantasmas si dejamos que se cierren para siempre.

Las ciudades se vuelven míticas, en la medida en que escribimos sobre ellas, en la medida en que  confrontamos nuestra mirada con la de nuestros vecinos. Cuantas Cairos hay, distintas a la que aparecen en las novelas y cuentos de Naguib Mahfuz; la Cartagena de García Márquez y la de Germán Espinosa no son la misma de Pedro Badrán, y de Roberto Burgos Cantor; la Lima de Mario Vargas Llosa y la de Julio Ramón Ribeyro, son hermanas siamesas de una realidad que alimentó, pero no limitó la imaginación de ellos dos. O un caso muy particular que ha servido a muchos de modelo, de una u otra forma: Joyce y “Dublineses” su colección de cuentos, sobre la obra dice el traductor Eduardo Chamorro: “…Allí (Joyce) afrontó los relatos con la intención de mantenerse en la más estricta fidelidad posible a la gente de Dublín. Pretendía retratar la vida paralítica de sus conciudadanos sirviéndose de unas instantáneas a las que llamó Epifanías, por el carácter intenso, vertiginoso y audaz de su revelación.[10]

No necesitamos, necesariamente, confrontar esas ciudades literarias con las ciudades de los mapas. ¿ Acaso después de leer sobre ellas, no retornamos a esas ciudades amándolas más?. Quien, que no haya leído “El patio de los vientos perdidos” la novela de Roberto Burgos Cantor, y “Lo Amador” cuentos; no ha sentido germinar en sí una nueva actitud emocional hacia la ciudad de Cartagena de Indias. Entendamos que la ciudad es una máscara, no necesariamente apesadumbrada, entendamos que cada habitante pinta en su rostro una máscara distinta, una máscara que también podemos elegir como feliz.

John Jairo Junieles.

Escritor, periodista, abogado. Ha publicado: Papeles para iniciar el fuego (poesía), Temeré por mí al final de estas líneas (prosa poética), Canciones de un barrio en la frontera (Premio de Poesía Ciudad de Bogotá, 2002), y El temblor del kamikaze (Cuentos). Fue ganador de la Beca Nacional de Novela del Ministerio de Cultura en el 2002.

Email: johnjunieles@hotmail.com

Web: http://espanol.geocities.com/johnjairojunieles/John_Junieles.htm


[1] Tomado de: www.ciudadseva.com

[2] “Ensayos y estudios de literatura argentina”. Jitrik, Noé.  Publicado por Galerna, 1971.También en: www.literatura.org

[3] [3] Una profecía sobre la novela. Cortázar, Julio. Revista Quimera. N° 207-208- Barcelona, España. Octubre-Noviembre 2001.

[4] La ciudades literarias. Cruz  Kronfly, Fernando. En Revista Universidad del Valle,  N° 14, agosto de 1996.

[5] Myers, David G. Psicología social. México: McGraw-Hill, 1995. (p. 45-46)

[6] Negocios. Díaz, Junot. . Primero edición de Vintage español. Random House, Inc.  New York, 1997.

[7] Diccionario privado de Jorge Luis Borges. Matamoro, Blas. (Recopilador y ordenador) Altalena Editores, S.A. Madrid España, 1979.

[8] Op. Cit. Pag 5. Cortázar, Julio.

[9] Coloquio con Mario Vargas Llosa en la Universidad de Piura, Perú. Diario El Comercio de el Perú. Sin fecha. (www.elcomercioperu.com.pe

[10] Dublineses. Joyce, James. Colección Millenium. Biblioteca El Mundo de Madrid. España. 1999. Traducción de Eduardo Chamorro.

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ESCRIBIR LA CIUDAD. Luz Mary Giraldo

Mié Oct 29 , 2003
No todos viven en la misma ciudad: hay calles donde cualquiera es extranjero, y próximo a entrar en mapas de olvido. Todas las calles que conozco/ son un largo monólogo mío. A veces, ciudades diversas suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Nacen y mueren sin haberse […]

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