Por: Eduardo Santa
En todos los países del mundo suelen discurrir acontecimientos que la historia pasa por alto o que habiendo tenido alguna importancia en un momento dado terminan por olvidarse definitivamente. Tal acontece, por ejemplo, en nuestro país, con el cable aéreo que unió durante cinco décadas a la próspera ciudad de Manizales con la villa colonial de Mariquita, en el departamento del Tolima. De este cable, que fue tan famoso en su época, ya casi nadie se acuerda, ni siquiera los historiadores y los cronistas que periódicamente hacen incursiones en los campos propios de nuestra historia regional. Fue una empresa tenaz, admirable, esta de unir el oriente con el occidente colombiano, como quien dice, lo que hoy llamamos el “eje cafetero” con el puerto fluvial más importante que tenía nuestro país hasta los años cuarenta del siglo pasado, y que no era otro que la ciudad de Honda, dos veces puerto sobre el alto y el bajo Magdalena, con sus grandes bodegas en los embarcaderos de Caracolí y Arrancaplumas.

Ese cable aéreo, digno de la pujanza y de la tenacidad de los capitalistas de Manizales, que lo idearon y lo financiaron, y que necesitaban una vía expedita económica y rápida al Magdalena para exportar su café y llevar al occidente del país las mercancías que llegaban de Europa y de los Estados Unidos, fue en su época, ni más ni menos, el cable aéreo más largo del mundo, con una longitud de 72 kilómetros y más de cuatrocientos torres, sobre profundos abismos y parajes solitarios y escarpados, con cerca de 800 vagonetas en sus mejores épocas de funcionamiento. Construido por la Compañía Ropeway Branch, con técnicos suizos y británicos, se iniciaron los trabajos en 1913, pero solo pudo darse al servicio diez años después, es decir, en 1923. La primera Guerra Mundial (1914-1918) fue un factor que indudablemente entorpeció su rápida construcción, por las naturales dificultades de importación de casi todos los elementos materiales necesarios para la misma.

El cable prestó sus servicios permanentes e ininterrumpidos durante cerca de medio siglo, es decir, hasta 1973, en que definitivamente fue suspendida su explotación y, casi de inmediato, derruidas sus torres, recogidas sus centenares de vagonetas y su extensa red de acero, todo ello para ser convertido en chatarra y reciclado con otros fines industriales. Hoy apenas queda rastro ni vestigio de lo que fue ese coloso que ayer fue objeto de la admiración popular. Pero el cable cumplió a cabalidad sus objetivos, pues durante todo ese lapso de tiempo que prestó sus servicios, transportó, según cálculos simplemente estimativos, muchos millones de sacos de café, desde Manizales a Mariquita, para luego ser transportados en camiones hasta el puerto de Honda, donde iniciaban su viaje definitivo a los grandes puertos europeos y norteamericanos. ¿Cuántos millones de sacos de café se transportaban anualmente en sus vagonetas? Quizás no se haya hecho todavía un estudio cuantitativo sobre el particular, para medir la extraordinaria importancia que el cable tuvo para nuestra economía nacional. ¿Cuál fue el volumen de las mercancías que llegaban de Europa y de los Estados Unidos, que se movilizaron en sus vagonetas, para ser distribuidas en todo el occidente colombiano? Difícil nos resultaría este cálculo estimado, pero a simple vista se puede tener una idea de lo que ese extinguido y desueto medio de transporte significó para la industria y el comercio colombiano. Quizás ese capítulo tan importante de nuestra historia económica puede escribirse algún día, para llenar uno de tantos vacíos de los que adolecen los estudios sociales en nuestro país.

El cable en sus primeros diez años tuvo un movimiento extraordinario, pues con él se estaba remplazando el transporte del principal producto agrícola de exportación, que hasta el momento de su inauguración se hacía a lomo de mula por abruptos y difíciles caminos de herradura, en jornadas que duraban a veces varias semanas, trasmontando la cordillera central de los Andes, vadeando ríos torrentosos, al sol y al agua y en condiciones muy penosas y agotadoras. Pero con el incremento en la construcción de carreteras y ferrocarriles, su utilidad fue decreciendo paulatinamente hasta que, ya entrada la segunda mitad del siglo veinte, terminó por extinguirse. El formidable cable aéreo fue derrotado definitivamente por la moderna tecnología del transporte. Pero también contribuyeron a ese lánguido declinar los frecuentes asaltos de que fue objeto por parte de un famoso bandido y su temible cuadrilla, tal como lo registraron algunos periódicos de la época y la memoria de los pocos sobrevivientes que todavía quedan de aquellos lejanos tiempos en que el país empezaba a transformarse, a dejar de ser la inmensa provincia amable y acogedora, para convertirse en este país pujante de hoy, agobiado de problemas y sacudido por la violencia, el narcotráfico y la corrupción de su clase política, pero todavía con la vitalidad suficiente para esperar mejores horizontes de prosperidad y desarrollo comunitario.

Reinaldo Aguirre Palomo era el nombre del temible bandido. Asaltaba las grandes haciendas del Norte del Tolima, las recuas de mulas donde se llevaban mercancías valiosas, los automóviles donde se transportaba el correo regional y las bolsas de dinero para los bancos, donde los había, o para pagar las nóminas de los maestros y demás empleados públicos de las pequeñas poblaciones que no contaban todavía con servicios bancarios. Pero su especialidad fue el asalto al cable aéreo. No había semana en que la prensa regional no diera informaciones sobre su más reciente asalto. Sabía con exactitud la hora y el lugar en que el cable paralizaba sus actividades, especialmente por las noches, cuando se suspendía la electricidad que lo impulsaba, y allí aparecía puntualmente montado en su caballo alazán y acompañado de sus cuatro o cinco pistoleros, tan buenos jinetes y tiradores como su propio jefe, y en cuestión de pocos minutos se apoderaba del ansiado botín, para desaparecer luego entre los rastrojales y las montañas que rodeaban la región. No valía que la empresa cambiara horarios en la suspensión del fluido eléctrico. Porque todo lo sabía este bandido a quien el pueblo terminó por llamar simplemente el “Palomo Aguirre”, tomando como apodo su segundo apellido. Esas capacidades “adivinatorias” le fueron dando fama de brujo, de tener pacto con el diablo. Lo que sucedía en realidad era que tenía muchos informantes anónimos. El Palomo Aguirre repartía su botín con las gentes menesterosas de la región. Era una especie de Robin Hood criollo. La gente del pueblo lo quería, lo admiraba, lo escondía en sus casas y, sobre todo, lo tenía permanentemente informado sobre la persecución de la policía y del ejército.
El Palomo Aguirre se convirtió en una verdadera leyenda. Tenía una movilidad desconcertante. Aparecía y desaparecía, como por encanto. Tan pronto estaba en Honda, como en Mariquita, Lérida, Ambalema, Armero, Venadillo o Líbano. El autor de estas líneas recuerda haberlo conocido en esta última población, cuando contaba diez o doce años. Era de mediana estatura, ligeramente moreno, de nariz aguileña, delgado y ágil, usaba siempre su sombrero de fieltro, zapatos de calidad, vestido de dril, pañuelo rojo anudado al cuello y otro de seda, también rojo, en el bolsillo superior del saco. Estaba en el parque principal del pueblo, confundido con la multitud que escuchaba una retreta nocturna. Alguien logró identificarlo, corrió el rumor saturado de miedo y de curiosidad, pero de un momento a otro el famoso bandido desapareció como por arte de magia, entre las sombras de la noche y las notas de aquella banda parroquial. Fue el ídolo de los pobres y el terror de los ricos. Hasta que aquel 24 de febrero de 1940 fue rodeado por la policía en una casa rural, muy cercana a la población de Mariquita. A pesar de que eran más de cincuenta sus atacantes, resistió hasta el final. Cuando solo le quedaba su último proyectil lo disparó sobre sus sienes. Así terminó su vida el bandolero que asaltaba el cable más largo del mundo. Terminó por caer derribado, desde el sitial de su fama, lo mismo que el cable. Pero sus hazañas aún perduran, al menos entre los pocos que vivieron su época y que hoy lo recuerdan con algo de nostalgia, como puede recordarse el romántico y desueto medio de transporte que ha inspirado esta nota, escrita para evocar la memoria de dos colosos que aunque fueron admirados por sus contemporáneos hoy descansan para siempre en los meandros del olvido.

LA ULTIMA TORRE
El primero en construirse fue el llamado Cable de Mariquita que principió a funcionar en el año de 1921 y fue inaugurado en mayo de 1922 y que unía esta población del Tolima con la capital de Caldas, tratando de comunicar ésta con el Ferrocarril de La Dorada. Fue una concesión hecha a los ingleses y por ellos fue construido. Con una longitud de 72 kilómetros, tuvo este Cable gran importancia en esa época, pues comunicó a Manizales con el río Magdalena, arteria fluvial importantísima en su tiempo, por la que se transportaba, por vapores especiales, toda la mercancía que del exterior llegaba a Puerto Colombia (Barranquilla) para ser distribuida mucha parte de ella, desde Manizales al occidente colombiano.
Recuerdo de ese Cable, cuya concesión duró hasta el año de 1962, nos restan el edificio de la Estación, en donde funciona la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional (Seccional de Manizales), edificio meritorio por su construcción en madera, en auténtico estilo regional a pesar del uso de tornillos impuestos probablemente por la técnica inglesa. Una airosa y bella torre, construida en madera y colocada hoy en parque próximo a la Estación, la “Torre de Herveo”, es otro de los vestigios del Cable de Mariquita, con una historia tan original que vale la pena de relatarse. Todos los materiales y entre ellos las torres de aquel cable venían de la tierra de sus concesionarios, la Gran Bretaña. El jefe de la construcción y gerente de la empresa comercial era un ingeniero inglés que, dicho sea de paso, se granjeó la amistad y el aprecio de la gente de Manizales por sus relievantes dotes personales. Faltaba poco para terminar los trabajos del Cable: apenas una torre de hierro que debía ser colocada cerca de Herveo. Aquella torre era transportada en aquel tiempo de la primera guerra europea, en un barco inglés que fue hundido por los submarinos alemanes en su viaje a las costas colombianas. No había tiempo que perder y Mr. James Lindsay, así se llamaba el ingeniero jefe inglés, diseñó la torre para ser construida en madera y con él colaboraron el inglés Frank Koppel y los ingenieros colombianos Jorge Robayo y Francisco Fajardo. Fue así como esa torre remplazó a la original inglesa por muchos años hasta que hace poco tiempo, quizá tres años, fue traída desde Herveo y armada como elemento histórico y decorativo en nuestra ciudad.
ERNESTO GUTIÉRREZ ARANGO
Manizales de ayer
Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1987
Tomado de: https://www.banrepcultural.org/biblioteca-virtual/credencial-historia/numero-158/palomo-aguirre-el-bandido-que-asaltaba-el-cable-mas-largo-del-mundo 14 de febrero de 2021 10:04pm